Si algo aprendimos de la caída de la Unión Soviética en 1991 fue que aquello que nos parecía más sólido e inamovible se puede desmoronar con vertiginosa velocidad bajo el peso del nacionalismo. El inglés (junto con el galés) mostró su poder destructor en las urnas el pasado 23 de junio de 2016. Por un millón 200 mil votos de diferencia, menos de cuatro por ciento del total, el electorado británico decidió salirse de la Unión Europea (UE). A medida que avanzaba el conteo de votos, las bolsas retrocedían y la libra esterlina se despeñaba hasta su valor de los años 1980. En contra de lo que el proverbial sentido común británico indicaría, el electorado había tomado una mala decisión, de consecuencias graves y de largo plazo, para las islas británicas, para el continente europeo y para el mundo entero: el Brexit.
La relación de los británicos con el experimento europeo nunca fue fluida. La cesión de soberanía que implicaba la Comunidad Económica Europea (CEE), creada en 1958, era intolerable para unas élites reacias a abandonar su mentalidad imperial. Su llegada tardía (1973) implicó que se unieron a una comunidad cuyas instituciones no habían construido y que no les quedaban a la medida, pero que tuvieron que “tragarse enteras” y a regañadientes. En 1975, tan solo dos años después, Wilson renegoció algunos de los términos de adhesión de su país a la CEE y convocó a un referéndum para zanjar la cuestión en su dividido partido laborista. Hizo campaña a favor de quedarse en la CEE y ganó con 67% de los votos.
Al enfrentarse a su reelección, en 2015, David Cameron apostó por repetir la hazaña de Wilson. Se enfrentaba a un partido conservador al borde de la ruptura por el tema europeo, lo cual amenazaba con hacerle la vida imposible y quizás acortar su nuevo mandato. Además, el partido populista UKIP, de Nigel Farage, subía en las intenciones de voto hasta 15%. Cuando llegó el momento, armado de cuatro concesiones que obtuvo de la UE tras una agria ronda en Bruselas, se lanzó a dirigir la campaña a favor quedarse en la UE (Remain).
La campaña fue mala. Incapaz de meterlos en cintura, Cameron dejó que cada miembro de su partido y de su Gobierno se pronunciara según su conciencia. Importantes figuras de su gabinete, como el ministro de Justicia, Michael Gove, y el ambicioso exalcalde de Londres, Boris Johnson, vieron la oportunidad de encumbrar sus carreras políticas montados en la ola populista agitada por Farage. Estos elementos lograron canalizar el resentimiento popular, tras ocho años de crisis económica y recortes, hacia los inmigrantes, y asociarlos a la UE en el imaginario colectivo. Mientras tanto, el líder del partido laborista, Jeremy Corbyn, con sus propias dudas, evitó desgastarse en dar explicaciones para que su base obrera votara a favor del Remain.
Nadie de quienes hicieron un análisis medianamente serio concluyó que fuera una buena idea el Brexit. Demasiado tarde (por confiar en que el sentido común prevalecería), se fueron pronunciando el Fondo Monetario Internacional, los bancos de la City, la patronal (CBI), el Tesoro, el Banco de Inglaterra, la Comisión Europea y hasta el presidente estadounidense Barack Obama. Pero sus análisis eran descalificados por Farage y Johnson como estratagemas para infundir miedo (scaremongering). La palabra experto se convirtió en un insulto con el que desautorizaban cualquier argumento razonado, cualquier cifra. Como buenos populistas, antiélite, anti-establishment, siguieron una línea antiintelectual, articularon una campaña alrededor de los sentimientos: el nacionalismo, la xenofobia, la globalifobia. Y ganaron así, sin argumentos. Eso es grave.
En el corto plazo, la victoria del Brexit significa incertidumbre. Por eso los mercados, que la odian, han estado tambaleándose con fuerza. Y así pueden permanecer durante un tiempo, afectando a todos alrededor del mundo, incluido México, porque cualquier cosa puede suceder. La libra y el euro, ya maltrechos, seguirán perdiendo valor frente al dólar, el yen y otros activos de refugio como el oro. No se descarta una recesión en el Reino Unido (RU). El Brexit contribuirá a deprimir la demanda en Europa, segundo socio comercial de México.
En el mediano plazo, el RU tiene que negociar su salida de la UE. Nadie sabe qué puede resultar de las negociaciones, ni siquiera cómo iniciarlas, si invocando el artículo 50 del Tratado de Lisboa (que implica el acuerdo de los 27), o simplemente saliéndose. Los británicos buscarán una relación que no levante demasiadas barreras a su acceso al mercado europeo, en el que realizan 45% de su comercio en bienes y servicios. Buscarán, como noruegos y suizos, que sus expatriados, muchos de los cuales están jubilados en la Costa del Sol española, no tengan dificultades para permanecer, comprar propiedades y ser atendidos por los servicios sociales y de salud. Pero para eso tendrán que aceptar a los extranjeros comunitarios, al proverbial plomero polaco, que la campaña del Brexit demonizó. ¿Y qué va a hacer la City de Londres, centro financiero de Europa, cuando ya no pueda contratar a los mejores cerebros del continente sin trabas? Muchas empresas ya plantean mudarse.
El RU buscará que, como Suiza, sus universidades, líderes en Europa, no se vean excluidas de los jugosos fondos de investigación de la UE; que sus jóvenes puedan seguir haciendo intercambios en el programa Erasmus. Pero para eso habría que contribuir al presupuesto comunitario, como hace Suiza. Desafortunadamente, el autobús de campaña de Boris Johnson traía impresa la leyenda de los 350 millones de libras que el RU paga “injustamente” a dicho presupuesto. Fue un encabezado en la campaña del Brexit.
Todo esto asume que el RU seguirá ahí. Sin embargo, ya ni eso es seguro. El resultado de la votación deja un país polarizado en varios frentes. Primero aparece el corte territorial/nacionalista: Escocia no quiere saber nada de salirse de la UE, y su Gobierno ya anunció que propondrá repetir el referéndum independentista de 2014. Irlanda del Norte, que votó dividida, ve su proceso de paz amenazado, cuando el Sinn Féin anuncia que también pediría la independencia. Después viene la división demográfica: a menor educación, menor ingreso y más edad, mayor apoyo al Brexit. Pero la economía británica está basada en el sector externo, en el conocimiento, en las finanzas, en una fuerza laboral joven, cosmopolita y educada. Quienes tienen el poder económico no quieren salirse de la UE. Buscarán revertir el resultado de las urnas. Vaya problema para la democracia.
El golpe más profundo es el simbólico: la victoria de la derecha xenófoba, globalifóbica, conservadora, antiintelectual. La UE es el consenso de posguerra, es un proyecto liberal basado en garantizar las cuatro libertades de movimiento dentro de sus fronteras, en construir instituciones para procesar las diferencias que antes generaban muerte y destrucción, para contener la hegemonía alemana. Este resultado le insufla vida a otros partidos de ultraderecha europeos que ya venían en ascenso: a Wilders en los Países Bajos, a Le Pen en Francia, y a quienes, como Putin, prefieren una Europa débil y dividida. Es un duro golpe a Occidente.
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* Profesora-investigadora de la División de Estudios Internacionales del CIDE.
1 Palabras del negociador principal del tratado de adhesión, sir Con O’Neill.
2 El Tratado de Roma de 1958 estableció las cuatro libertades de movimiento dentro del Mercado Común: bienes, servicios, capitales y personas.