I.
Controvertida de origen, la discusión sobre la naturaleza y las perspectivas de la relación China-Estados Unidos ocupa un lugar destacado en la agenda pública. No obstante, la complejidad de los elementos involucrados y la dimensión de sus posibles repercusiones han limitado que los actores internacionales y la academia tomen una postura clara al respecto.
Ciertamente, el tema no es sencillo. El mundo occidental, hoy cuestionado frente al espejo asiático, ha demostrado en los últimos siglos su falta de acierto y sensibilidad al interpretar a un actor oriental difuso, que elude su definición en una era de múltiples cambios.
Occidente tampoco está en su mejor momento. Lleno de reclamos sociales y económicos, su futuro a veces parece incierto, contrario a lo percibido tras la caída del Muro de Berlín en 1989 o la disolución de la Unión Soviética en 1991, cuando primaba la expectativa sobre el fin de una larga historia y el comienzo de una supremacía occidental sin competencia.
El pasado inmediato no ofrece elementos de contraste. Debido al cambio geopolítico y geoeconómico mundial, el debate sobre las civilizaciones o las culturas estuvo ausente en los siglos XIX y XX. Reino Unido pretendía adueñarse del siglo XX como lo hizo con el XIX, pero su confrontación con Alemania, Francia, Estados Unidos y otros países se fundaba en el predominio de una geopolítica en la que un grupo de pares competía por el poder económico y el liderazgo político del mundo, al igual que en siglos anteriores. Incluso el debate con la Unión Soviética, que se acrecentó con las guerras mundiales, tuvo el agregado ideológico de un pensamiento (el comunismo) de origen occidental y de un país (Rusia) que a pesar de abarcar un 70% del territorio asiático, se ha asumido mayoritariamente como europeo.
Por ello, la confrontación entre China y Estados Unidos se resalta claramente en 2020. Resulta una inquietud de gran importancia para la sociedad global que, llena de preguntas y con pocas respuestas, se cuestiona la dimensión y naturaleza del conflicto, los objetivos de la disputa, el tamaño de los contrincantes... y, especialmente, cuáles serán las consecuencias para una comunidad global golpeada por una pandemia sanitaria y a la que un siglo de retos inéditos de difícil solución le ha evidenciado sus limitaciones.
LA CONFRONTACIÓN ENTRE CHINA Y ESTADOS UNIDOS SE RESALTA CLARAMENTE ESTE AÑO.
La comunidad global tiene un déficit para interpretar la confrontación China-Estados Unidos. Su sesgo afecta mayoritariamente a la nación norteamericana y, con ella, a un orden occidental que no ha sabido traducir el papel de una cuna de civilización (Asia del Este). Desde el primer enfrentamiento en el siglo XIX, no se ha logrado resolver un choque de civilizaciones, cuyo desenlace requiere compromiso y madurez de ambas partes.
II.
La confrontación histórica de China con Estados Unidos se ha presentado en diferentes escenarios sin que a la fecha exista una solución concluyente para el encuentro entre dos naciones poderosas que, con diferentes atributos e historias, no logran entenderse. El análisis de corto plazo no permite explicar cabalmente un encuentro caracterizado por la competencia entre dos aspiraciones a una sola hegemonía por caminos distintos. La confrontación sino-estadounidense se aprecia mejor a la distancia: su importancia, sus implicaciones, la vigencia de sus postulados y la profundidad de sus raíces. Por todo ello China y Estados Unidos mantienen en medio de más de 190 países, una disputa por la supremacía que se remonta más de dos siglos atrás.
En el siglo XVIII el Reino del Medio (China) buscó preservar la hegemonía sobre su universo asiático acotado, e incluso pretendió —en vano— ampliarlo hacia las nuevas potencias que tocaban a su puerta. En el siglo XIX, en franca decadencia asiática, Estados Unidos intentó apropiarse de la hegemonía china desprendida por la colisión con Occidente en el siglo de la humillación y los tratados. Ese fue el primer choque de civilizaciones donde prevaleció la hegemonía occidental, Estados Unidos incluido, frente a naciones asiáticas debilitadas como China, Japón y la India.
Durante los dos primeros tercios del siglo XX, el liderazgo mundial estadounidense no hizo más que fortalecerse en oposición al debilitamiento progresivo de China, cuya participación en el PIB mundial se derrumbó a mediados del siglo XIX a alrededor del 5%, tras haber sostenido en el tiempo moderno un liderazgo económico global cercano a 90%.
A partir del siglo XX y hasta hoy, Estados Unidos ha defendido sus intereses y pretendió obstaculizar el regreso napoleónico de una nación asiática de difícil interpretación. Muestra de ello es su política de puertas abiertas a principios de siglo, su apoyo al Kuomintang en 1927 y al nacionalismo chino hasta 1949, su intervención en la guerra de Corea de 1950 a 1953, los enfrentamientos respecto a la posición de Taiwán, su política de contención —con y sin aislamiento, de 1950 a 2020—, pasando por su estrategia en 2011 del cambio de pivote asiático, a la par de otras políticas y estrategias coyunturales.
Por eso, ante la recuperación inesperada del milagro chino —especialmente en los albores de esta década— lo que está a debate en este siglo es la defensa de una hegemonía declinante por parte de la nación norteamericana y el pretendido regreso al liderazgo mundial de la República Popular China, un país en ascenso. La pertinencia de esta tesis estriba en los atributos de poder —y la voluntad de ejercerlos— que, de manera oscilante pero sustentable, han detentado ambas naciones en estas dos centurias. La dificultad para comprender este planteamiento radica en entender la diversidad de culturas y civilizaciones que fundamentan dichos atributos.
III.
Para subsanar el choque de identidades y retos epistemológicos, se podrían orientar las estrategias hacia nuevas relatorías que no repitan los errores cometidos. En el caso de Estados Unidos, en particular, transcender las interpretaciones sobre China basadas en la sorpresa e ignorancia como fue la norma en el siglo XVII; el desprecio y la supremacía que caracterizaron sus acercamiento en el siglo XIX y buena parte del XX, y, más recientemente, la creencia de que su confrontación se da con respecto a un Estado marxista-leninista heredero del comunismo soviético, como lo describió Pompeo en su emplazamiento contra China el pasado 23 de julio.1
Como señala Jullien, durante mucho tiempo el tema de China se ha tratado con base en la idea de un universalismo occidental, mediante el cual se ha juzgado y descalificado a sus instituciones desde un relativismo perezoso que impide apreciar su realidad y establecer las divergencias entre dos utopías poderosas.2
Al igual que con buena parte de los políticos estadounidenses precedentes, la posición de la nación norteamericana, encarnada en las visiones de Pompeo y Trump, sigue incurriendo en este fallo, desperdiciando la oportunidad de conocer mejor a su oponente asiático. Desde 1950 y hasta nuestros días, Estados Unidos ha padecido y pagado un alto precio por el desdén que manifiesta hacia China.
El cuestionamiento sobre la etnicidad e interpretación del Estado chino tampoco es reciente y, como señala Anguiano, en Estados Unidos y en Occidente es donde han surgido los mejores estudios respecto a su naturaleza milenaria. No obstante, la voluntad política ha dado claras muestras de extrañamiento e incredulidad frente a su contenido. La academia también ha estado presente en este debate y aún no hay acuerdo sobre si el mundo trata con un Estado confuciano o un Estado marxista-leninista. Como ejemplo de ello, Fukuyama argumenta que el Estado surgido a partir de 1978 es más parecido al clásico Estado chino que al Estado maoísta que le precedió o a la copia soviética que quiso ser. Sin embargo, señala que los funcionarios públicos de hoy no siguen los rituales de contratación de la corte Qing, ni usan coletas; no estudian los libros confucianos pero consultan los documentos marxistas-leninistas, diferentes libros de ingeniería y una amplia gama de literatura occidental de negocios. La mentalidad de Mao, añade, permanece en el Partido y entre los funcionarios públicos; de manera que, si se observa la esencia del gobierno chino, resulta sorprendente la continuidad del pasado marxista.3
EL COMUNISMO CHINO NO ES UNA AMENAZA A LA DEMOCRACIA AMERICANA.
No obstante, Fukuyama reconoce que el Estado chino de corte soviético representa a una región constituida por Estados altamente efectivos y con un gran manejo de sus estrategias de desarrollo, como en el caso de su política industrial, junto con una constante participación del Estado en la promoción de su crecimiento. Acepta también que hay teorías que atribuyen el éxito de la región a los valores culturales asiáticos del ahorro y la ética. Al preguntarse “¿de dónde viene esta fuerza especial de los Estados asiáticos?”, admite que China, Japón y Corea son fundamentalmente sólidas identidades nacionales y culturas compartidas, a las cuales engloba dentro de las más homogéneas del mundo, surgidas mucho antes del contacto con la cultura occidental.4
En una evidente contradicción —que, como se mencionó, no es ajena a la política ni a la teoría económica occidental— se concluye que China es un país marxista-leninista que, a diferencia de los quince Estados exsoviéticos que fracasaron política y económicamente en 1991, es altamente eficiente, su cultura es regional y precede por diecisiete siglos a la llegada de la cultura de Occidente.
Dada su antigüedad, profundidad y disgregación, China es la única civilización que puede compararse con la cultura occidental en cuanto al conocimiento expresado en textos, de época antigua y de relato original. “China [dice Jullien] constituye el mayor distanciamiento cultural explicitado en relación con la difusión de las ciencias humanas occidentales y de las categorías que se hallan implicadas en ellas”. Y agrega: “China ha vuelto a tomar conciencia de su fuerza, está orgullosa de la riqueza de su pasado. No debería, pues, doblegarse fácilmente a la norma de la mundialización”.5
China es la heterotopía que nace en la era axial de Jasper junto con Occidente, pero los caminos los separan hacia diferentes cosmovisiones. No es mejor ni peor; es divergente, como apunta Jullien, y su reconocimiento es una oportunidad para que Estados Unidos se mire en el espejo asiático y mejore o refrende los puntos importantes de la amplia agenda económica, política y social que tiene pendiente, en lugar de caer en afanes de supremacía o en comparaciones facilistas.
En esta línea de análisis sería prudente no olvidar que la confrontación está lejos de ser bilateral. Como señala un amplio grupo de especialistas (Johnson, Huntington, Mahbubani, Pankaj, Vogel), la cuenca civilizatoria asiática del Este incluye a Japón, China y Corea, y se desdobla en mayor o menor medida hacia los diez países de la ASEAN. Basta seguir su comportamiento económico desde 1868 —con Japón a la cabeza—, durante el siglo XX y hasta la fecha, para comprender que no se trata de casos aislados o casualidades de éxito económico y político, ni de logros derivados del neoliberalismo económico, como han reiterado el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. El avance de la occidentalización de países como Japón y Corea es parte de un relevante proceso de transformación. Dicho proceso está lejos de concluir, pero hasta el momento no ha roto de manera puntual con los atributos de una etnicidad confuciana, budista y sintoísta, cuya fuente de cohesión política, social y económica es la moral y en la que el respeto familiar y social constituye una herencia de piedad filial con pocos visos de desaparecer.
LA OCCIDENTALIZACION DE JAPÓN O COREA NO HA ROTO CON UNA ETNICIDAD CONFUCIANA, BUDISTA Y SINTOISTA.
Como ejemplo de lo anterior y en el marco de la pandemia, al preguntarse por el éxito de los países de Asia del Este en el control de la covid-19, el filósofo coreano Byung-Chul Han recurre a la declaración del Ministro de Economía japonés Tarō Asō, quien afirma que la causa es el mindo, el “nivel cultural de las personas”. Han agrega que el factor X de dicho éxito —el que la medicina no puede explicar ante el descontrol occidental—, “no es otra cosa que el civismo, la acción conjunta y la responsabilidad con el prójimo”. Y añade: “lo que el liberalismo occidental muestra en la pandemia es, más bien, debilidad”.6
Por su parte, Mahbubani argumenta que el promedio de muertes por millón de habitantes en los países de Asia del Este ha sido de cinco personas, mientras que en los países desarrollados se han registrado un número considerablemente mayor.7 A lo anterior se suma el impacto económico que la pandemia provocará en ambas regiones en 2020: China crecerá alrededor del 2% y Asia del Este no reducirá su crecimiento, en contraposición al -8% estimado para Estados Unidos y el -10% proyectado del promedio proyectado para los países de la zona euro.8 En este sentido, viene a cuento la advertencia de Huntington: “En la época que está surgiendo los choques de civilizaciones son la mayor amenaza para la paz mundial, y un orden internacional basado en las civilizaciones es la protección más segura contra la guerra mundial”.9
1. Como en 1949, Pompeo sigue condenando a una China que estima heredera de un régimen exsoviético marxista-leninista y, en un desconocimiento de la heterotopía china, declara enemigo frontal al Partido Comunista Chino, del cual hay que salvar a Occidente y al pueblo chino, en el marco de enfrentamiento entre el mundo libre y el totalitarismo. Sobre lo anterior, Jullien aclara: “El Partido Comunista asume las funciones tradicionales de un engranaje de poder, como en los tiempos de los mandarines”; o sea, de un Estado confuciano y no soviético (apud. en François Jullien, La China da que pensar, Anthropos, Barcelona, 2005, p. 26). Fairbank, uno de los más respetados especialistas en China, se pregunta “si los primeros miembros del PCC comprendían o no cabalmente lo que significaba el marxismo-leninismo —y se responde: aún no se sabe” (apud. en John King Fairbank, China, una nueva historia, Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1996, p. 336). Por su parte, Mahbubani pregunta a los estrategas estadounidenses qué porcentaje de líderes chinos creen que están preocupados por la ideología marxista-leninista y cuántos por la vasta historia de la civilización china, y asegura que la respuesta sorprendería a muchos. Después, concluye: “Los estrategas americanos están cometiendo un gran error cuando ellos parten del hecho de que China es un país comunista. El comunismo chino no es una amenaza a la democracia americana. El éxito y la competitividad de la economía china y su sociedad son su verdadero reto” (apud. en Kishore Mahbubani, Has China Won? The Chinese Challenge to American Primacy, Public Affairs, New York, 2020, pp. 7 y 271).
2. François Jullien, op. cit., p. 24.
3 Francis Fukuyama, Political Order and Political Decay: From the Industrial Revolution to the Globalization of Democracy, Farrar, Straus and Giroux, New York, 2014, p. 371.
4 Ibid., pp. 335-336.
5 François Jullien, op. cit., pp. 24 y 25.
6 Byung-Chul Han, “Por qué a Asia le va mejor que a Europa en la pandemia: el secreto está en el civismo”, El País, 26 de octubre de 2020. Disponible en .
7 Kishore Mahbubani, “East Asia’s New Edge”, Project Syndicate, 22 de julio de 2020. Disponible en .
8 Estimaciones del Fondo Monetario Internacional, junio de 2020. 9 Samuel Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Paidós, Barcelona, 1996, p. 386