El equivalente financiero a una vacuna  
Mientras los bancos centrales de los países avanzados compran deuda pública para respaldar las estrategias de recuperación económica; otros países, los más, enfrentan serias dificultades para financiar su respuesta fiscal a la crisis de la covid-19. Harold James propone cambiar esta realidad insostenible mediante un nuevo mecanismo monetario verdaderamente global.  
Por: Harold James  

 

La covid-19 está ampliando dramáticamente una brecha global ya evidente desde tiempo atrás. Solo un puñado de países han podido cubrir los costos de la pandemia y los estímulos fiscales para la recuperación económica apoyados en las grandes compras de deuda pública que realizan sus bancos centrales. Los demás países, lamentablemente la gran mayoría, enfrentan crecientes costos de endeudamiento y, por lo tanto, no pueden permitirse una respuesta fiscal robusta. De hecho, las condiciones actuales para el endeudamiento dividieron al mundo entre quienes tienen y quienes no o, mejor dicho, entre quienes pueden y quienes no. Si esta división se mantiene, la globalización puede desbaratarse por completo.

A pesar de que la deuda gubernamental se ha disparado a un ritmo inédito en épocas de paz, los países ricos pueden prever un largo periodo de tasas de interés excepcionalmente bajas. Cada vez menos se considera al dinero de los bancos centrales como un pasivo y más como un tipo de capital accionario que representa la participación de los ciudadanos en un esfuerzo nacional. Ese enfoque generaría una nueva visión del propio concepto de ciudadanía y de la forma en que el dinero puede lograr que una comunidad siga funcionando.

Sin embargo, esa no es una opción para los desposeídos. Por ejemplo, la moneda de Turquía colapsó cuando intentó hacer frente a la covid-19 con una inundación de crédito barato y se vio obligada a desandar sus pasos elevando las tasas de interés. Después de tratar de que el acceso al crédito barato fuera central para su doctrina política, el presidente Recep Tayyip Erdoğan tuvo que retractarse para recuperar la credibilidad.

De igual modo, Sudáfrica enfrenta reducciones en la calificación de su deuda que limitarán intensamente su margen de maniobra fiscal. Argentina —que emitió hace muy poco, en 2017, un bono a 100 años— entró en cesación de pagos. Y aunque los mercados emergentes en su conjunto han emitido más deuda, su escala no se acerca ni por asomo a la del mundo desarrollado.

Para los países pobres, las restricciones a una respuesta eficaz a la crisis actual son, incluso, más obvias y señalan la necesidad de un programa internacional para suspender los servicios de la deuda. Debido a que los costos del endeudamiento ocupan un puesto tan alto en su contabilidad fiscal, los países rezagados ocuparon apenas 2% de su PIB para enfrentar la actual crisis económica. En contraste, los países ricos dispusieron para estos mismos propósitos de entre el 15 y 20 por ciento de este agregado macroeconómico. No solo es improbable que los países más pobres obtengan una amplia provisión de vacunas contra la covid-19 en el corto plazo, tampoco pueden acceder a su equivalente financiero.

En una época en que se profundiza la preocupación por el futuro de la democracia, preocupa la ausencia de una conexión segura entre los ciudadanos y el bienestar de sus países. De hecho, la creciente brecha mundial perfila, al parecer, la reedición del patrón oro de fines del siglo XIX, que permitió a un puñado de países centrales —Gran Bretaña, Francia, Alemania, Japón y Estados Unidos— acceder al crédito barato. Así como la capacidad para endeudarse era en gran medida sinónimo de la capacidad de adquirir armas y poder militar, el patrón oro reafirmó la reivindicación de esos países al dominio internacional, impulsando de esa manera el proyecto imperialista.

En esa época, como ahora, quienes estaban en la periferia del sistema experimentaron una continua incertidumbre, costos más elevados y mayor vulnerabilidad que cualquiera de las potencias dominantes. Aún cuando los países más grandes y ambiciosos de entre esos marginados intentaron unirse al centro, sus esfuerzos se vieron amenazados continuamente por ataques especulativos y pánico en los mercados.

El mundo actual, financieramente bifurcado, cuenta con su propia amenaza inherente a la estabilidad ya que los ataques especulativos y las devaluaciones generan más incumplimientos soberanos de la deuda denominada en monedas extranjeras. Los habitantes de estos países marginados sufrirán importantes caídas en su nivel de vida. Y aunque esa miseria podría beneficiar inicialmente a los consumidores en los países ricos, una ola de importaciones a bajo costo supondría una amenaza a sus empleos en el sector manufacturero y crearía presiones a favor de medidas proteccionistas.

Una solución obvia sería emitir una moneda internacional capaz de ofrecer a los países en dificultades el mismo tipo de apoyo que ofrecen las operaciones de los bancos centrales en las economías desarrolladas. En la década de 1960, el Fondo Monetario Internacional creó los derechos especiales de giro (DEG) para solucionar la falta de liquidez mundial que se percibía en aquel entonces. Esta innovación se creó sobre la base de ideas que habían circulado durante la Segunda Guerra Mundial, principalmente la propuesta de John Maynard Keynes para crear una moneda internacional sintética (bancor).

Desde la emisión de los primeros DEG hubo numerosas solicitudes de ampliación del mecanismo para solucionar cuestiones como el desarrollo desigual (en los setenta), los problemas posteriores a los choques del petróleo (en los ochentas) y las secuelas de la crisis financiera mundial de 2008, pero siempre hubo resistencia dado que, habitualmente, los estímulos basados en los DEG no pueden enfocarse con suficiente precisión.

Una versión dirigida del esquema, usaría los DEG para comprar la deuda gubernamental de los países más pobres según ciertos indicadores preestablecidos, como la cantidad de habitantes o el PIB. Podemos imaginar en este caso que el respaldo adicional para la deuda gubernamental destrabaría la inversión privada, que se podría aprovechar en proyectos de infraestructura que fomenten el crecimiento y el gasto necesario para enfrentar desafíos como el de la pandemia o los problemas ambientales.

Este tipo de programa experimental con DEG se asemejaría a una aplicación limitada de la ambiciosa unión monetaria que lanzó Europa en los noventa. El principal atractivo del euro para los países más pobres de la periferia fue la reducción de los costos del endeudamiento. El riesgo, por supuesto, radica en que, la separación de la toma de decisiones monetarias de las autoridades fiscales, restringe la capacidad de apoyo del banco central a la deuda gubernamental.

En la coyuntura de la covid-19, el experimento del euro parece haber tenido éxito. Grecia e Italia, que alguna vez estuvieron en el centro de una prolongada crisis de deuda, ahora pueden pedir prestado con un costo menor que el de Estados Unidos. Diez años atrás, muchos comentaristas sugirieron que a Italia le hubiera ido mejor si hubiese seguido un régimen monetario similar al de Argentina que permite la devaluación. Podemos suponer que nadie sostendría hoy esa propuesta.

Pero Europa está reconociendo lentamente los elementos necesarios para que su unión monetaria sea viable en el largo plazo. Existe una clara necesidad de aumentar la mutualización fiscal y los seguros, aunque el proceso sea todavía polémico.

Aun cuando queda por verse si un experimento similar podría lograrse a nivel mundial, ya es hora de pensar en un mecanismo monetario capaz de mantener unidas, no solo a las comunidades nacionales, sino también a la economía global.

 

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