El otro Maastricht
Con razón, las recientes elecciones en los Países Bajos llamaron la atención de Europa y el mundo entero. Los resultados hablan de una nación abierta hacia el exterior pero también de los riesgos del discurso populista tan en boga internacionalmente.
Por: JulioCésar Herrero

Hace 25 años, la ciudad neerlandesa de Maastricht adquirió una importancia notable en el proceso de construcción europea al acoger la firma del Tratado de la Unión. La moneda única y una ciudadanía compartida se habían convertido en los pilares sobre los que cimentar una sólida unión entre un grupo de países que compartían intereses y afrontaban los mismos riesgos.

En un cuarto de siglo se han producido avances que, aun siendo significativos, no parecen satisfacer las esperanzas y expectativas depositadas entonces en este ambicioso proyecto. La incorporación de nuevos miembros no ha estado acompañada de un avance tangible hacia una unión económica, bancaria, social, política… Siempre se ha visto con reservas la indispensable cesión de soberanía, de manera que la suma de las partes no ha implicado necesariamente la suma de las fuerzas ni del potencial.

La crisis económica —que en algunos socios se ha notado especialmente—, aunada a la crisis de los inmigrantes —que llegan a la Unión Europea (UE) en busca de una vida mejor o, simplemente, de una vida—, a la percepción de inseguridad como consecuencia de diversos ataques terroristas en países miembros y al abandono de la Unión por parte de Gran Bretaña —que en ningún momento quiso pertenecer con todas las consecuencias que ello implicaba— han evidenciado las grietas afectan los pilares de la construcción.

Algunos europeos se han sentido desasistidos por parte de la Unión que, supuestamente, debía protegerlos en los momentos más difíciles, a pesar de no contar con las herramientas para hacerlo por la negativa de los países a ceder soberanía. El escenario ha sido el más propicio para la aparición de partidos populistas con recetas simples para problemas complejos y, en algunos casos, de corte xenófobo.

Veinticinco años después de la firma del Tratado, Maastricht se ha convertido en uno de los principales bastiones del populista, racista y xenófobo Partido para la Libertad (PVV, por sus siglas en neerlandés) de Geert Wilders. Esta formación cosechó en esa ciudad uno de sus mejores resultados en las elecciones del pasado 15 de marzo. El dato, a pesar de ser casual, no deja de tener cierta significación, al menos simbólica.

Como hicieron los partidarios del Brexit hace algunos meses, el líder del PVV llegó a abogar por la salida de los Países Bajos del euro e, incluso, de la UE. Esta nación acumula un sector exterior que alcanza el 154% del pib. La propuesta habría supuesto un suicidio económico. Los inmigrantes como amenaza (no solo en materia de seguridad sino también de empleo), especialmente los musulmanes, fue su segundo argumento discursivo. Esto guarda un parecido extraordinario con el pronunciamiento que hizo el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ante el Congreso: “Imponiendo las leyes migratorias aumentarán los salarios, ayudaremos a los desempleados, ahorraremos miles de millones de dólares y haremos seguras nuestras comunidades”. O con lo que aseveró tres semanas después ante la canciller alemana, Angela Merkel: “La inmigración es un privilegio, no un derecho. Y la seguridad de nuestros ciudadanos debe ser la prioridad”.

Durante varias semanas, Wilders lideró las encuestas de intención de voto; Bruselas contenía la respiración y Jean-Marie Le Pen observaba los acontecimientos con la esperanza de disfrutar del efecto contagio para su campaña en las presidenciales francesas. Además, dos hechos que se produjeron durante la campaña contribuyeron a tensar la situación y obligaron a los partidos a deslizarse, con matices, por las tesis mantenidas por Wilders: (1) las declaraciones del presidente turco responsabilizando a los Países Bajos de la matanza de Srebrenica, como respuesta a la negativa del jefe de Gobierno neerlandés de permitir que los ministros turcos celebraran mítines en los Países Bajos a favor del referéndum por el que el islamista Tayyip Erdogan pretende acumular todos los poderes; y (2) la posibilidad de ataques informáticos desde Rusia contra las elecciones, que obligó a un recuento manual de los votos.

Al final, fallaron las encuestas o los electores reconsideraron su decisión de voto. El liberal de derecha, Mark Rutte, venció en los comicios y repetirá en la presidencia del país si consigue formar un Gobierno de coalición con al menos otras tres formaciones en un parlamento compuesto por 12 partidos para tan solo 150 escaños.

Los Países Bajos frenan a la extrema derecha. Batacazo al populismo. El populismo radical, derrotado. Fueron algunos de los titulares y editoriales de los medios de referencia europeos. Y quizá tengan razón. Pero el populismo xenófobo, antisistema y racista del PVV consiguió el segundo puesto, al obtener la confianza de 1.3 millones de votos en uno de los países menos desiguales del mundo —según Naciones Unidas—, con una tasa de paro de 5.3% y un nivel de renta per cápita de 48 mil dólares anuales. Es decir, el 14% de los votos y 20 escaños (cinco más que en las anteriores elecciones).

Ninguno de los partidos pactará con él, lo que significa que será el líder solitario de la oposición y tendrá el protagonismo mediático que implica ese puesto, concentrando presumiblemente el desencanto de las políticas del nuevo Gobierno. Bruselas respira tranquila y los líderes europeos se dan la enhorabuena por lo que consideran un triunfo. Si bien Wilders no ha ganado las elecciones —y desaparece la amenaza de la ruptura con la UE y de la aprobación de políticas de corte racista y xenófobo— convendría que los europeos no olvidáramos que él ha obtenido el segundo puesto entre todas las formaciones que concurrían en las elecciones; que ha conseguido —quizá también por la virulencia verbal del presidente turco— que otras formaciones políticas, como la Democracia Cristiana, participaran de su discurso euroescéptico; que la socialdemocracia ha cosechado su peor derrota, al perder 29 escaños; y que esa manera de entender el mundo y de abordar los problemas y los riesgos ha calado en una de las sociedades históricamente más liberales, abiertas y tolerantes, con menor paro y con mayor nivel de renta de Europa.

El 25 de marzo, diez días después de las elecciones neerlandesas, se conmemoró el 60 aniversario del Tratado de Roma. Ante el Brexit, la incógnita de los Países Bajos, el repliegue aislacionista de Donald Trump y las próximas elecciones presidenciales en Francia —con la amenaza del Frente Nacional—, los 27 miembros de la Unión deben decidir qué prefieren: mantener un modelo que, lejos de contribuir a la integración, ha dibujado un escenario fragmentado en el que no está claro hacia dónde ir ni a qué ritmo; olvidar la posibilidad de avanzar en todas las políticas comunes cediendo soberanía y centrarse exclusivamente en un mercado único con libre circulación de bienes y servicios, pero no de personas; establecer una Europa de dos velocidades, en la que algunos países puedan formar alianzas o coaliciones en determinadas políticas sin que los 27 estén obligados a ser parte de ellas; hacer una pausa, elegir en qué políticas se puede llegar a una integración plena y dejar el resto para los Estados miembros, o caminar con paso firme hacia el federalismo y hacer realidad el sueño de los Estados Unidos de Europa.

Son los cinco caminos trazados por el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, en su “Libro blanco”. Las opciones están claras; la decisión, no. 

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Director del Centro de Estudios Superiores en Comunicación y Marketing Político (Madrid, España), periodista y analista en televisión.