¿Cuál es el panorama general de la industria del país a un año del confinamiento decretado por las autoridades sanitarias?
Es bastante triste, como el de la economía en general. Deben hacerse dos distinciones: entre la industria de exportación y la industria orientada al mercado interno, por una parte, y entre el corto y el largo plazos, por la otra. En la primera vertiente —en buena medida debido a las políticas fiscales contracíclicas puestas en marcha en Estados Unidos—, las exportaciones mexicanas registran un importante repunte, varias industrias y productos ya recuperaron el nivel anterior a la crisis y, dada la demanda externa, enfrentan un escenario favorable. Por el contrario, para la industria orientada al mercado interno el panorama luce sombrío y no se vislumbra una recuperación cercana.
En una mirada más amplia, la industria enfrentará nubes muy grises a causa de los añejos problemas estructurales que la aquejan, y de un mercado interno muy golpeado y con una mediocre tasa de crecimiento de largo plazo. A nivel agregado, este panorama es positivo para el sector exportador y adverso para el resto: un balance preocupante. Cifras recientes reportan caídas en la producción manufacturera en 17 de los últimos 18 meses. Sin un cambio en la agenda de desarrollo, la industria y la economía mexicana en su conjunto seguirán —como lo han hecho por décadas— con un crecimiento impulsado solo por sus exportaciones (export led growth). Las proyecciones apuntan a que, en ausencia de una política de desarrollo industrial, seguiremos sumidos en la trampa del lento crecimiento de largo plazo.
Desde una perspectiva sectorial, ¿qué actividades han resentido más los efectos del confinamiento y cuáles observan un mejor desempeño?
Según datos publicados recientemente por el INEGI, algunas ramas en el sector primario van mucho mejor y, en el conjunto de la economía, 35% de las ramas de actividad económica ya tiene un nivel igual o mayor al registrado antes de la pandemia. Entre estas últimas destacan algunas manufacturas: equipo de cómputo y comunicación, aparatos eléctricos, productos metálicos, alimentarias y de papel. En contraste, entre las ramas más golpeadas podemos ubicar a las de prendas de vestir, así como las de cuero y piel. En cuanto a la velocidad del repunte es de esperarse que, en comparaciones anualizadas, veamos tasas de expansión elevadas en los meses siguientes, sobre todo por el efecto aritmético de compararse con los meses de 2020 en los que la actividad económica colapsó debido a un confinamiento pleno. El reto de largo plazo serán las tasas de expansión de la manufactura con la pandemia, digamos, controlada. Ahí radica mi gran preocupación: sin inversión la manufactura no tendrá dinamismo. La presente administración no ha removido los obstáculos habituales a la inversión privada —y a la pública—, algunos incluso se han agravado. El clima de negocios dista de mostrar signos que vaticinen un despegue de la inversión. Da la impresión de que se están repitiendo errores de gobiernos pasados al omitir la puesta en marcha de una política industrial activa o al seguir viendo en el T-MEC una palanca suficiente, si no es que la única, para el desarrollo. Se insiste en considerar a las exportaciones como el motor prácticamente exclusivo del crecimiento, sin poner atención en los encadenamientos internos, la creación de empleo digno y la innovación. Así no se puede. Hemos rebajado nuestras expectativas brutalmente: desde el 7% que prometía Fox a la “esperanza” de recuperar un ritmo de crecimiento previo a la pandemia de un poco más del 2% anual. Eso es impresentable y debe cambiar. Urge una agenda nacional que promueva un desarrollo (industrial y económico) robusto y sustentable.
¿Qué forma tomará la recuperación entre las empresas exportadoras? ¿Será distinta a la de las empresas que atienden al mercado interno? ¿Hay riesgo de que la heterogeneidad que caracteriza al tejido industrial del país se acentúe?
Ese riesgo es una realidad. Nuestro tejido manufacturero padece una dualidad inmensa. Las empresas orientadas al mercado interno la están pasando muy mal y su horizonte de largo plazo no es alentador.
El poder de compra del 80% de la población mexicana es muy escaso, a esta le aquejan grandes desigualdades e índices preocupantes de pobreza laboral, así como una brecha muy amplia entre desocupados, subocupados y disponibles. La pandemia y la recesión agravaron la precarización laboral de raíces estructurales, en un contexto en que —por razones que desde mi punto de vista son en gran medida ideológicas— el gobierno se ha rehusado a enfrentar la grave situación con una política fiscal expansiva. Por el contrario, su redoblada insistencia en la austeridad, sin recurso a una reforma tributaria ni a endeudamiento, lo marca como uno de los gobiernos en el mundo que menos apoyos fiscales ha canalizado a empresas y familias. México es quizá el único país en América Latina que, en plena pandemia, registró un superávit en su balance fiscal primario, tanto en 2019 como en 2020.
Un gran pendiente del modelo exportador mexicano es elevar sus niveles de contenido nacional. ¿Qué medidas concretas recomendaría para integrar a un mayor número de proveedores mexicanos a las cadenas globales de valor?
Inversión, apoyada firmemente por la banca de desarrollo. Sin ella no hay nada que hacer. Una transformación productiva virtuosa que diversifique nuestra canasta exportadora y aumente su contenido nacional, y promueva la competitividad de las empresas orientadas al mercado interno, requiere de cuantiosas sumas de inversión —pública y privada— conducidas por una política industrial activa, y concertada con actores económicos, sociales y políticos relevantes. El T-MEC y el repunte acelerado de la economía de Estados Unidos no bastan para sacar a la economía de México de la trampa de lento crecimiento en la que está sumida desde hace décadas.
Varios países de Asia lograron un elevado y persistente crecimiento económico, marcado por un gran dinamismo exportador. Al reconvertir su matriz productiva y su canasta exportadora removieron la restricción de balanza de pagos al crecimiento de largo plazo. El papel del sector público fue central, sus ambiciosas políticas de desarrollo productivo y financiero se apoyaron en la banca de desarrollo (policy banks). Es importante contrastar esa ruta con la que ha seguido México. Aquí se ha intentado esa transformación estructural mediante una apertura comercial y financiera, y el desmantelamiento de la política industrial. Las conspicuas excepciones fueron los programas de maquila ALTEX y PITEX que promueven fundamentalmente el incremento del valor bruto de la exportación y no el contenido que se agrega en el país. Es esta dinámica, junto con la progresiva apreciación del tipo de cambio real, la que llevó a muchos empresarios mexicanos a sustituir a los insumos nacionales por los provenientes del exterior. En lugar de ser actores de una industria de transformación, algunos grandes capitanes de la industria local se convirtieron en maquiladores.
No hay una receta única para elevar la integración de valor nacional en la industria exportadora y diversificar aún más su oferta. No obstante, es imposible lograrlo sin una estrategia comprometida con la innovación —que tanto empresas como gobierno han descuidado sistemáticamente—. Asimismo, para dinamizar la industria orientada al mercado interno se necesita reducir pronto, y de manera significativa, la elevada concentración del ingreso. La CEPAL recomienda “crecer para igualar e igualar para crecer”. Una población marcada por la vulnerabilidad económica y la pobreza no puede ser un motor de demanda para detonar inversiones industriales que la satisfagan. La política de desarrollo industrial debe ser acompañada por políticas de redistribución del ingreso.
Entre los sectores y actividades productivas con mayor proyección, ¿cuáles deberían recibir atención prioritaria en una política industrial mexicana del siglo XXI?
Quizá la ruta a seguir no sea escoger sectores estratégicos a priori, sino identificar áreas prioritarias, retos o problemas nacionales, a cuya solución podría contribuir al desarrollo adecuado de la estructura industrial y productiva. Un ejemplo actual y muy doloroso es la escasez de viales para las vacunas, de tanques de oxígeno o de equipo médico y de protección, e incluso la producción misma de vacunas. Son grandes fallas en nuestra oferta industrial que se traducen en un gran número de muertes prematuras, de infecciones y de enfermedades. Una de las lecciones de la pandemia es que urge contar con una política industrial que contribuya a construir soluciones a los desafíos que enfrenta la salud pública, quizá comenzando por el manejo del agua.
Como sociedad el primer paso es preguntarnos qué misiones prioritarias de alcance nacional tenemos por delante, cómo y en qué podría y debería participar la industria para lograrlas. En ese empeño, otra misión o rezago que la pandemia nos recordó con sangre, sudor y lágrimas es la preservación de los recursos naturales que legaremos a las generaciones que nos sucederán.
De ahí la importancia de promover una industria limpia y comprometida con la sustentabilidad. Todo lo que tenga que ver con industria verde: energía renovable, transporte sustentable, todo eso debería ser prioritario. Ahí está la gran demanda por negocios verdes y por acelerar la transición energética hacia fuentes de energía renovables. El transporte está a punto de dejar de depender de los hidrocarburos.
La CEPAL estima que las actividades que pueden cimentar una nueva plataforma de desarrollo industrial son: 1) las de “eficiencia keynesiana”, aquellas con una alta y creciente demanda en los mercados mundiales; 2) las de “eficiencia schumpeteriana”, caracterizadas por la innovación y los rendimientos crecientes a escala, y 3) las de “eficiencia de Hirschmann”; es decir, con fuertes encadenamientos hacia atrás y hacia adelante para combatir la desvinculación que caracteriza al tejido industrial del país.
Además de industrias como la aeroespacial y la de software, ¿qué otros casos de éxito presente o futuro detecta en México?
Más que mencionar otros casos, quiero destacar que estas historias de éxito se sustentan en acuerdos entre inversionistas, gobiernos estatales y municipales, trabajadores y, en parte también, el sector académico.
Otro rasgo no deseado de nuestro modelo exportador es la especialización en actividades intensivas en mano de obra y con escaso valor agregado. ¿Todavía somos un país predominantemente maquilador?
Hay avances, pero también hay mucho por hacer. Mi interés particular en la inversión no solo implica ampliar nuestra capacidad productiva sino, de manera destacada, modernizar la maquinaria y el equipo de las empresas, cambiar sus procesos de producción e incorporar más insumos nacionales. Por el lado de la inversión privada, será clave aplicar los incentivos disponibles a su promoción y a la innovación, teniendo en cuenta los compromisos adquiridos en el T-MEC y demás instrumentos internacionales.
Dicho eso, contar con una industria dinámica y competitiva internacionalmente pasa por tener infraestructura de calidad mundial y un marco regulatorio adecuado, asentado en el Estado de derecho. Ello implica resolver las limitaciones presupuestarias del gobierno que, ante la falta de una reforma tributaria profunda, se han atendido —mas no resuelto— mediante el recorte de los gastos en inversión pública. Sin una reforma fiscal esa pauta de recorte a la inversión pública que, en la actualidad, se concentra en proyectos muy concretos —el tren, la refinería y el aeropuerto—, seguirá. Para el resto prácticamente no queda nada. A ello se suma la restricción de crédito que, con salvedad de la vivienda, está agravándose al mes de febrero. La banca de desarrollo sigue sin desempeñar el importante papel que le corresponde en toda estrategia de transformación productiva, por no decir que está abandonada.
¿Qué tipo de estímulos horizontales o verticales debe utilizar el Estado para que el país se especialice en los bienes y servicios, y en las fases del proceso productivo que más aporten al crecimiento y desarrollo económicos de largo plazo?
Hay estímulos horizontales indispensables, como la necesidad de contar con infraestructura de primer mundo, por ejemplo, en telecomunicaciones y redes. Sin embargo, las políticas —por así decirles— exclusivamente horizontales son fanfarria cacofónica sin fuerza para detonar una reconversión profunda del aparato productivo. Por sí solos, eslóganes como “nivelar el terreno” o “facilitar trámites” tienden a ser irrelevantes. Hay que poner en operación acuerdos sustentados en una visión concertada del desarrollo e instrumentar agendas de intervención y estímulo vertical que remuevan los obstáculos fundamentales al desarrollo e impulsen el crecimiento de la economía mexicana. Así lo he propuesto y lo han expresado también la UNCTAD, la CEPAL y economistas como Mariana Mazzucato o Ha-Joon Chang, entre otros.
¿Cuáles serían los aspectos más relevantes de una nueva política industrial y cuáles sus principales diferencias respecto de las políticas aplicadas en el pasado reciente en México?
No podemos violar las reglas de los acuerdos internacionales que hemos firmado, pero sí podemos emprender iniciativas especiales de desarrollo regional y hacer uso de la inversión pública. Asimismo, tenemos potencial y urgencia de innovación en el tema ambiental, entendido como un eje transversal que debe marcar la política industrial, de transporte y energética: una reingeniería para descarbonizar el sector productivo generaría mucha inversión y empleo que, si se acompaña de políticas de redistribución del ingreso, incorporaría a quienes han estado marginados del desarrollo económico. Sin embargo, sin una nueva agenda de desarrollo nacional, comprometida con la creación de empleos dignos y en la que la industria desempeñe un rol central, considero un tanto ocioso hablar de los detalles de una política industrial.
¿Cómo democratizar el salto digital de las empresas mexicanas en el sector manufacturero (otro de los grandes desafíos que enfrenta el país)?
Debe invertirse mucho dinero si por “democratizar” entendemos que todos tengan acceso a la digitalización, pero lo más complejo es cambiar la mentalidad: entender la necesidad de hacer cosas diferentes o de hacerlas de manera distinta. Solo con competitividad auténtica, basada en innovación, es posible responder de manera dinámica a los retos de la globalización. Tomando esto en cuenta, la digitalización abre un doble reto: por una parte, tener los recursos —micro y macro— para instrumentarla en la escala necesaria para que la empresa no solo sobreviva, sino compita más y mejor en los mercados nacionales y mundiales. El segundo reto se vincula con un par de interrogantes cruciales: ¿cuál será el impacto de la digitalización en la absorción o expulsión neta de la fuerza de trabajo? ¿Cómo se modificarán tanto el coeficiente capital-trabajo como las relaciones laborales en la empresa o su marco institucional en general? Hoy estamos viendo una recuperación del empleo, pero sumamente precarizado. De modo que la democratización no pasa únicamente por ampliar el acceso a la tecnología, sino por una estrategia para absorber a los trabajadores redundantes. Una política de digitalización industrial sin una revisión profunda de la política social, sería un desastre.
Iniciativas como la que el presidente Biden propone en materia de infraestructura, ¿indican que hay un cambio en la visión convencional sobre la política industrial?
Sin duda. No solo en la política industrial, sino en el papel del sector público en la economía. Roosevelt ha vuelto a ser referencia en la Casa Blanca, ojalá lo fuese aquí. Por cierto, en la crisis de 2009 —y de hecho siempre— en Estados Unidos se contó con política industrial incluso a nivel micro, interviniendo directamente, por ejemplo, en los planes de automotrices y bancos. En Estados Unidos nunca se asumió el paradigma de que la mejor política industrial es la que no existe.
¿Qué escenarios avizora para la actividad industrial del país? ¿Se siente optimista o pesimista respecto a la evolución futura de la industria en el país?
Optimista si hablamos de niveles de actividad, porque se están recuperando. Soy muy pesimista si hablamos de la calidad de la recuperación en términos del tipo de empleos, de la transformación de la estructura productiva y de su tasa de crecimiento de largo plazo. No me refiero solamente a la pandemia, sino al tipo de estrategia de desarrollo puesta en práctica. Si hoy seguimos haciendo lo mismo de antes, no hay manera de que México salga de la trampa de estancamiento, desigualdad y pobreza en la que lleva sumido mucho tiempo.