Cuando en el ya lejano siglo XIX Ferdinand Lassalle se preguntaba “¿qué es una Constitución?”, la definía como el equilibrio de los factores reales de poder en el instante en que se manifiesta la voluntad soberana del pueblo. Utilizó la palabra equilibrio no para retratar el momento en que la lucha violenta por el poder se ha agotado, sino en una acepción mucho más amplia, que expresa largos procesos históricos que permiten a las naciones encontrar los consensos más generales, en los que todos sus miembros toman parte y que es el encuentro entre la Constitución real y la escrita; es decir, entre la historia y el carácter de cada pueblo, con el establecimiento de instituciones, libertades ciudadanas y normas de convivencia política.
En todo Estado constitucional, para mantener el equilibrio del poder, los actores políticos deben respetar las diferencias y canalizarlas por cauces institucionales, que a su vez deben dar a aquellas forma y expresión cuando contienen una propuesta, y solución cuando consistan en un legítimo reclamo. La Constitución es, en consecuencia, el marco normativo en que las instituciones encuentran su fundamento y sus límites; el lugar en que estas convergen a fin de esbozar los mecanismos de actuación y control que permitan el adecuado funcionamiento de la maquinaria estatal a través de pesos y contrapesos.
En nuestro país, ese marco que define nuestras instituciones encontró palabras definitivas en la Constitución de 1917, que es un compendio vivo de nuestra historia y la suma de todo aquello por lo que los mexicanos hemos trabajado, luchado y creído. En 1917, el pueblo mexicano, después de más de un siglo de conflictos intestinos, fincó de manera muy nítida el carácter de sus instituciones y aclaró el destino político del país. Ese año, los mexicanos nos pusimos de acuerdo, quisimos tener una forma republicana de gobierno, que el ejercicio del poder se realizara a partir de una clara y efectiva división de poderes, que el contrapeso real a la concentración de poder se efectuara a través de un sistema federal; que los ciudadanos gozáramos de garantías individuales y que disfrutáramos de las sociales. Estuvimos de acuerdo en un Estado laico que respetara todo tipo de creencias religiosas, en la vigencia de la libertad de conciencia y de expresión y en el derecho inalienable de participar en la formación de las decisiones del Gobierno. Esto es lo que quisimos y lo que queremos los mexicanos.
Nuestra Constitución es clara en la definición de sus principios fundamentales. La lucha del pueblo mexicano por su libertad se resume en los principios del Estado laico, republicano, federal, presidencial, democrático e independiente. Más allá de estos límites están la temeridad, la simulación y la aventura. Y en el siglo XIX, precisamente las aventuras políticas nos llevaron a dos imperios, a la pérdida de más de la mitad de nuestro territorio, a la confusión de principios religiosos con valores políticos, a un Estado sometido a los poderes económicos extranjeros y a un pueblo limitado en el ejercicio de sus libertades. Es por ello que la propia Constitución impone su observancia. No es posible fijar un rumbo alcanzable al margen de ella, pues las instituciones se inscriben en sus contenidos y solo pueden actuar de manera legítima siguiendo sus postulados. La defensa de la Constitución es, por tanto, la salvaguarda de valores fundamentales que cuentan con una gran carga histórica, y se torna ineludible en los Estados democráticos pues cumple también con una función de mediación y moderación en los conflictos que emergen de las contingencias de la vida política y social.
Pretender la vigencia del Estado de derecho al margen de la vida constitucional no solo es un error, sino también una invitación a la disolución de nuestras instituciones; proyectar el futuro sin considerar los valores de nuestra Constitución es pronunciarse por la supresión de la justicia como método y de la paz como fin de nuestra convivencia política.
Los mexicanos no aspiramos a un Estado distinto de aquel por el que hemos luchado a lo largo de nuestra historia. No deseamos un futuro en el que no estén presentes las convicciones que hacen de nuestro texto constitucional el más fiel testimonio de nuestra marcha por conquistar la libertad, la igualdad y la justicia. No aceptamos ninguna postura que tenga a la Constitución como instrumento de negociación, ni a su reforma como artilugio de lucimiento personal o como proyecto transitorio.
La Constitución es, como ha señalado Giuseppe de Vergottini, sinónimo de estabilidad del sistema político e institucional y como tal debemos concebirla. De ahí la importancia de respetarla y exigir su cumplimiento; pero de ahí también la demanda creciente de racionalización de la esfera política a través de sus preceptos. Es necesario dejar claro que, así como la política y el actuar institucional condicionan el ordenamiento jurídico, se debe buscar cada vez con mayor ahínco el proceso inverso. En el actuar institucional debe privar la convicción de que, como señalara Cheli, no sirve fijar en una Constitución las reglas esenciales de convivencia, si no existe la posibilidad de garantizar la preeminencia de las normas y principios fundamentales sobre las expresiones de la voluntad de ciertos grupos, o si el marco constitucional no logra servir de freno a las cambiantes presiones que tienen su origen en los partidos políticos e incluso en la opinión pública.
Las tensiones entre constitucionalismo y democracia han existido desde que las luchas políticas han buscado cauces de expresión en los textos constitucionales; sin embargo, los constitucionalistas saben, como ha apuntado Gustavo Zagrebelsky, que si bien esa lucha en los Estados se expresa mediante una perenne pugna por la afirmación hegemónica de proyectos particulares que se formulan como universales y exclusivos, esas condiciones de prevalencia desmedida no tienen cabida en el derecho constitucional de un Estado democrático y pluralista.
Hoy, el constitucionalismo no puede entenderse sin una serie de núcleos fuertes dotados de contenidos que den a la Constitución una verdadera fuerza normativa. En ese sentido, las instituciones son el elemento a través del cual tiene lugar el desarrollo y la aplicación de los preceptos constitucionales y, por ende, el instrumento para alcanzar los valores que de ellos se desprenden. Si el pueblo, en palabras de Henkin, es el locus de la soberanía y su voluntad la fuente de autoridad y la base del Gobierno legítimo, las instituciones se convierten en el espacio de actuación de esa voluntad y de esa autoridad. Es por estos motivos que un marco institucional adecuado que encuentre su fundamento en el texto constitucional es una condición indispensable tanto para limitar la actuación del Gobierno, como para proteger los derechos y libertades de los que gozamos.
La Constitución puede proyectarse, de esta forma, como un dique para la actuación de los poderes públicos o para los cambios meramente coyunturales que se viven al interior de las sociedades; sin embargo, puede funcionar también como un cauce para los anhelos ciudadanos y para asegurarles un espacio de libertad dentro de un escenario en el que la violencia o los deseos del más fuerte no se impongan a los demás. Y ese espacio de libertades solo encuentra cabida en los Estados institucionalmente fuertes en donde se asume un compromiso que asegure los equilibrios entre la defensa de los derechos y la idea de democracia. Pero, a su vez, esos equilibrios solo se logran mediante el planteamiento de un grupo de decisiones necesarias que encuentran su punto de unión en el texto constitucional. Esto, porque como ha evidenciado Rosenfeld, en sociedades heterogéneas en las que compiten diversas concepciones sobre el bien, la democracia constitucional y el respeto del Estado de derecho pueden ser indispensables para lograr una verdadera cohesión política con un mínimo de expresión.
Si bien para lograr estas metas son necesarios ciertos ajustes, el reto más grande de nuestro tiempo no está en el cambio por el cambio, sino en la permanencia de lo esencial, adecuando solamente lo accesorio. Nuestro desafío no consiste en encontrar nuevas rutas para el futuro, sino en permanecer fieles a nuestro carácter y a nuestros valores constitucionales. No consiste en tener la voluntad de transformar lo sustancial sino en la templanza necesaria para que nuestras instituciones evolucionen dentro de nuestra identidad sin abandonar todo lo que hemos construido. Nuestras preocupaciones no deben ser un cambio de Constitución ni la búsqueda de un Estado nuevo, sino encontrar la forma de cumplir el programa y los principios que muchas veces han sido olvidados o postergados pero que, sin embargo, hemos construido los mexicanos a lo largo de generaciones.
Ese es el sentido auténtico del Estado constitucional: la sujeción de todos al proyecto de nación, la dedicación de los esfuerzos del Gobierno, de los partidos políticos y de los ciudadanos, al progreso y a la unidad de los mexicanos. Nuestro texto tiene, como toda carta fundamental, el proyecto de vida de la nación mexicana, que solo puede lograrse en su acatamiento, su defensa y su vigencia. Solo con el respeto y el fortalecimiento de sus decisiones fundamentales y el marco institucional, la nación podrá ser más sólida, el Estado más fuerte, el Gobierno más eficaz y, sobre todo, los mexicanos más libres y más seguros en su destino.
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Fernando Serrano Migallón fue subsecretario de Educación Superior de la SEP. Imparte la materia de Derecho Constitucional en la UNAM.