La gran recesión y la mano visible del Estado  
  En enero de 2020, Rafael González Rubí reapareció en las páginas de Comercio Exterior. Ya jubilado tras un paso de más de dos décadas en el equipo de redacción de la revista, publicó el primero de una serie de artículos alusivos a los setenta años de publicación ininterrumpida de la revista. Le entusiasmaba la idea de  recuperar las aportaciones de destacados intelectuales al acervo de Comercio Exterior. Inició con Miguel Wionczek, siguió con David Ibarra y Aldo Ferrer, pero no hubo más. Una lamentable enfermedad cegó la vida de Rafael de manera inesperada. En su memoria, publicamos este análisis sobre la crisis financiera de 2008-2009 que, escrito en 2016 como parte de su tesis doctoral, deja constancia de sus atributos profesionales más destacados: mirada aguda y fina pluma.  
Por: Rafael González Rubí  

 

A mediados de septiembre de 2016 se cumplió el octavo aniversario de la quiebra del cuarto mayor banco de inversión en Estados Unidos, Lehman Brothers, cuyo derrumbe en vísperas del otoño de 2008 marcó el final de una tradición corporativa iniciada en 1850 y el comienzo de la Gran Recesión, primera crisis financiera y económica global del siglo XXI. Antes de esta, apunta Carlos Marichal, “los expertos habían fijado más la atención en las crisis financieras en los países en desarrollo —especialmente en Latinoamérica y Asia— que en naciones ricas con mercados financieros más profundos. […] Y no había una conciencia suficientemente clara de las tendencias más peligrosas e insidiosas que había generado la globalización en el propio corazón de los sistemas financieros más avanzados”.

Tras la caída de Lehman Brothers, Ben Bernanke, ya en calidad de presidente del Sistema de la Reserva Federal de Estados Unidos, admitió que el fantasma de la quiebra rondaba a doce de las trece principales instituciones financieras del país. Las crecientes dificultades de pago de créditos inmobiliarios subprime, integrados en paquetes de títulos para la supuesta dispersión de riesgos, trastornó el mercado hipotecario y provocó una crisis general de liquidez; el sistema financiero mundial quedó en jaque y sobrevino “una crisis sistémica que se extendió a la economía real y el mundo entero”.

Con la “titulización” de las hipotecas, se multiplicó la venta de activos de alto riesgo a instituciones financieras de todo el mundo atraídas por su alta rentabilidad y aparente solidez. Los bancos británicos, con una tradición centenaria de nexos trasatlánticos, resintieron de inmediato el cortocircuito hipotecario en Estados Unidos, al igual que la banca alemana, y fallaron las expectativas de que en los países asiáticos se resistiría mejor la hecatombe financiera. Los impagos hipotecarios reventaron la burbuja de ganancias y quebraron la confianza mutua entre los bancos, lo cual cerró las puertas del crédito, y la falta de liquidez del mercado interbancario se extendió a los mercados de acciones, bonos, créditos titulizados e instrumentos derivados, con el consecuente desplome de los diferentes activos financieros.

El escalamiento de la crisis financiera terminó por afectar a la demanda agregada y engendrar una honda crisis económica, agravada por el desánimo empresarial para realizar nuevas inversiones productivas, la desaparición de millones de empleos y el letargo de los mercados financieros. El comercio internacional se contrajo y la crisis alcanzó a potencias exportadoras como Alemania, Japón, China y otros países. La caída sincronizada de la producción en el mundo en el último tercio de 2008 y durante 2009, resume Lapavitsas, fue “notable por su rapidez: la explosión de la burbuja de la vivienda en Estados Unidos se había convertido en una recesión mundial”.

La transformación progresiva de una crisis focalizada en una crisis mundial siguió, con algunas variantes, las pautas generales estudiadas años atrás por Chesnais, quien detectó la existencia de tres grandes mecanismos de propagación internacional: “El primer mecanismo se sitúa en el nivel de la caída de la producción y los intercambios, y la caída del nivel de actividad industrial y comercial. […] El segundo mecanismo de contagio mundial pasa por las largas y complicadas cadenas de crédito y deudas bancarias, resultantes de préstamos otorgados por los bancos internacionales a agentes privados y públicos de los países en crisis. […] El tercer mecanismo de propagación internacional es bursátil. Se refiere al contagio de una plaza financiera a otra, a los miedos de los inversores financieros relativos al valor real del capital ficticio que poseen en forma de activos financieros, especialmente en acciones, aunque también en obligaciones”.

El impacto en países y regiones dependió de su grado de integración global por vía del comercio y las finanzas, así como de las posiciones fiscales y las respuestas estatales, aunque una reacción general fue reconocer el liderazgo económico de Estados Unidos y buscar el refugio del dólar. Poco importó que la potencia hegemónica hubiera sido el epicentro de la crisis global, por lo que una de las grandes paradojas de la Gran Recesión fue el fortalecimiento del dólar en el sistema monetario internacional.

Luego de dos semanas de discusiones, a principios de octubre de 2008, el Congreso de Estados Unidos aprobó la Ley de Estabilización Económica, que asignó fondos por 700 mil millones de dólares al Programa de Alivio para Activos con Problemas (TARP, por sus siglas en inglés). A ese rescate extraordinario, se sumaron un paquete de estímulos económicos por 831 mil millones de dólares y otras medidas que socializaron las pérdidas de la banca, sin alterar la lógica ni el control privados de ella. Al cundir el pánico financiero, los bancos estadounidenses y los de otros países desarrollados quedaron ante un escenario de colapso sistémico. Si lograron eludirlo, asegura Lapavitsas, “fue únicamente gracias a una intervención coordinada e inusitada de los gobiernos por medio de los ministerios de economía y de los bancos centrales de los países capitalistas avanzados”.

La trama de acontecimientos en torno a la Gran Recesión confirmó el papel clave del Estado, particularmente el de Estados Unidos, en la construcción y el desempeño del capitalismo global. El rescate estatal de la banca y los mercados financieros evitó, sin duda, una catástrofe mayor. A contrapelo de la ideología neoliberal reinante desde finales de los años setenta, de elogio constante a las “bondades” del mercado y condena invariable a la “ineficiencia” del Estado, la intervención gubernamental resultó decisiva para contener el desastre provocado por la euforia especulativa en los mercados financieros sin restricciones mayores. Lapavitsas destaca siete acciones estatales contra la crisis: la rebaja al mínimo de las tasas de interés; el suministro de liquidez mediante la banca central; la canalización de dinero público a los bancos; la aportación de garantías para depósitos bancarios; la protección a los grandes bancos frente a riesgos de bancarrota; el apoyo a la absorción de bancos pequeños por bancos grandes, y la orientación contracíclica del gasto público.

Mediante la colocación de títulos gubernamentales en los mercados de diversas plazas financieras, los Estados recurrieron a la deuda pública para posibilitar el colosal salvamento de los sistemas financieros. Tarde o temprano, por consiguiente, los rescates estatales tendrían “un costo para los contribuyentes que podría extenderse a toda una generación”.Gracias a la intervención del Estado, hacia finales de 2009 se logró estabilizar la actividad financiera de los países desarrollados, limitando las posibilidades de otra “Gran Depresión”.

Según datos de la UNCTAD, empero, durante ese año el producto interno bruto mundial retrocedió 2.1% y ocurrió la peor crisis en ocho décadas. Aunque la caída de la economía global tocó fondo, los pronósticos apuntaron hacia una recuperación lenta y un crecimiento modesto en los años siguientes. La canalización de sumas exorbitantes de dinero público a los bancos no alteró la estructura general del sistema financiero, ni modificó su escasa vocación contracíclica. De promotor activo de la financiarización, con políticas y acciones como las desregulaciones o la contención inflacionaria, el Estado se transformó en el principal escudo frente a ella y sus consecuencias más negativas.

Stiglitz puntualiza al respecto que no existe algún mandamiento que determine cuándo el Estado debe intervenir en la economía, pero en realidad siempre lo hace porque “los mercados no existen por sí solos, sino en un contexto de reglas, regulaciones y políticas de creación pública”. En tiempos críticos, la intervención del Estado cobra más visibilidad e importancia, de manera que el debate ya no gira en torno a si resulta justificada, sino a la calidad de ella y quiénes son los grandes beneficiarios; entre estos, sobresale la élite del sector financiero, cuya responsabilidad en la génesis de la Gran Recesión no le impidió pugnar por programas de rescate satisfactorios para los bancos e instituciones financieras involucrados.

El Estado actuó, así, como “garante en última instancia de la solvencia de los grandes bancos y de la estabilidad del sistema financiero en su conjunto”. Los rescates generosos de bancos causantes de la Gran Recesión, sin un apoyo semejante a los ciudadanos comunes afectados, “reforzaron la opinión de que el fracaso [de las promesas] de la globalización no representa un simple asunto de juicios económicos erróneos”. Desde las primeras acciones oficiales contra la generalización de la crisis en las finanzas y para acotar el impacto recesivo en la economía global, quedó patente el formidable peso político de los intereses financieros en las decisiones estatales e internacionales. Un caso emblemático es el de Estados Unidos, donde “el sector financiero moviliza amplios recursos para hacer lobby al Congreso y el gobierno, con el fin de lograr una legislación favorable a sus propósitos, estrategia que refuerza vía financiamiento y recomendaciones antirregulación provenientes de los centros de estudio conservadores, junto con una cobertura mediática favorable a sus posiciones [y] la rotación de empleos [directivos] entre este sector y el gobierno, fuente de frecuentes conflictos de interés”.