En los últimos 25 años, la economía mundial experimentó una transformación sísmica gracias al aumento del comercio y a los cambios políticos y tecnológicos. A nivel mundial, hay importantes avances que celebrar. Sin embargo, la mayoría de los gobiernos no ha logrado que los beneficios del crecimiento económico, incluidos los generados por el comercio, se distribuyan en forma equitativa. En algunos países, la frustración se exacerba ante el deterioro o el estancamiento de los ingresos.
En un entorno mundial de bajo crecimiento, como el actual, los países están más obligados a instrumentar políticas redistributivas que, además de proteger los beneficios del libre comercio, permitan encauzar un conjunto de fuerzas de mercado que van más allá de las directamente vinculadas con la globalización.
El comercio con el exterior tiene poderosos efectos positivos sobre la productividad; es decir, sobre la eficiencia con que se usan los recursos para producir bienes económicos. La razón principal es la ventaja comparativa, como la explicó David Ricardo hace dos siglos. Si Inglaterra y Portugal pueden elaborar tela y vino, la producción de ambos bienes se maximiza cuando cada país se especializa en el bien con el menor costo de oportunidad interno y este arreglo beneficia a ambas partes. Incluso si uno de los países es capaz de producir los dos bienes con mayor eficiencia que el otro, es decir, si cuenta con una ventaja de productividad absoluta, la especialización sigue reportando beneficios. El comercio con el exterior siempre aumenta la productividad de los países.
Diversos estudios empíricos avalan este aporte esencial de Ricardo, pero los beneficios del libre comercio van más allá. La competencia externa obliga a los productores nacionales a optimizar sus procesos. El comercio también ofrece insumos intermedios que las empresas pueden utilizar para producir a menor costo. Finalmente, los exportadores pueden perfeccionar sus técnicas al entrar en contacto con los mercados foráneos, y están obligados a mejorar la eficiencia y la calidad de sus productos para retener y atraer clientes.1
En el mundo de Ricardo, el comercio es como una tecnología nueva y mejor que está al alcance de todos los países que abren sus fronteras y beneficia a todos por igual.
Si el comercio exterior funciona de esa manera, ¿por qué algunos se oponen tanto a esta actividad? Dos factores básicos lo explican. Primero, la reasignación de los recursos desplazados del sector que se contrae por la competencia externa tiene costos de corto plazo. Algunos de los trabajadores desempleados probablemente no están en condición de trasladarse a una región vitivinícola o quizás enfrenten algunas dificultades para desempeñar un nuevo oficio. En el mundo real, los costos y las ineficiencias pueden mantenerse durante mucho tiempo y perjudicar más a grupos específicos de la población.
Segundo, aun sin los problemas de reasignación referidos, el comercio puede deteriorar la distribución interna del ingreso, al grado de empeorar la situación de algunas personas en términos absolutos. Si unos ganan desproporcionadamente y otros pierden, la frustración y el descontento pueden exacerbarse aunque en conjunto aumenten la productividad y el ingreso del país.
Estos efectos redistributivos no solo obedecen a la globalización, también pueden desprenderse de cambios tecnológicos. Si el avance de la técnica permite producir más tela con el mismo número de empleados y la tecnología para la producción de vino permanece estática, la secuencia de eventos que afecta la distribución de los ingresos es casi idéntica a la de la apertura comercial.
Para entender el vínculo entre la globalización y la desigualdad del ingreso es preciso descontar el efecto de otros factores, como los del cambio tecnológico. Una tarea difícil que suele complicarse dado que la globalización y la tecnología se retroalimentan: el progreso tecnológico estimula la globalización que genera muchos de los beneficios asociados al comercio.
En las últimas décadas, la desigualdad de los ingresos entre naciones ha tendido a aminorarse, pero las brechas al interior de muchos países se han ampliado. Los ejemplos más notables de reducción de la desigualdad entre naciones provienen de Asia: el ascenso a la categoría de países de ingreso alto de Hong Kong, Corea del Sur, Singapur y la provincia china de Taiwán, y el reciente crecimiento económico de China e India. El pib per cápita de India aumentó de 553 dólares en 1991 (valores constantes de 2010) a 1,806 en 2015; en ese mismo lapso la variable en China pasó de 783 a 6 mil 416 dólares, un crecimiento espectacular.
Estos avances hacia la convergencia de ingresos y la reducción de la pobreza se deben, en gran medida, a la inversión y al comercio mundial; en muchos casos, a políticas de libre comercio o, al menos, a una orientación de la producción hacia el exterior.
Sin embargo, los beneficios del crecimiento no siempre se distribuyeron de manera equitativa. En general, la desigualdad se ha agudizado más en economías emergentes y en desarrollo de Asia y Europa oriental, mientras que en ciertas zonas de América Latina (Brasil es un caso notable) ha disminuido, aunque se mantiene comparativamente alta.
El caso de Estados Unidos ilustra cómo el crecimiento en las economías avanzadas se ha tornado menos incluyente. Según la Oficina de Censos, en 2014 la mediana de la renta anual de una familia se situó en 53 mil 657 dólares, en términos reales casi el mismo monto que en 1989 (en 2015 la mediana de ingresos registró una abrupta subida de 5.2%, pero su comportamiento futuro es aún incierto). En contraste, la mediana de la renta anual prácticamente se duplicó entre comienzos de los cincuenta y finales de los ochenta del siglo pasado, lo que denota una distribución más amplia de los beneficios del crecimiento económico. En buena medida, esta trayectoria refleja condiciones peculiares de Estados Unidos, pero como la globalización y la tecnología son fuerzas universales —al menos potencialmente—, es importante tratar de dilucidar sus respectivas influencias.
La experiencia del último cuarto de siglo deja pocas dudas sobre la relevancia del comercio y la tecnología en la reconfiguración de los salarios y de los procesos productivos a escala global. A principios de los noventa, el escenario internacional se transformó por la confluencia de importantes sucesos. El bloque soviético colapsó y sus antiguos aliados en Asia y Europa oriental instituyeron economías de mercado, abiertas al comercio y la inversión foráneos. Casi al mismo tiempo, China aceleró su transición a un modelo más orientado al mercado y otras economías emergentes, entre ellas varias en América Latina, también abrieron sus fronteras al comercio y a la inversión.
Estos cambios fueron muy bien acogidos, y con razón. Crearon el sistema de comercio mundial más amplio de la historia. Prometieron mayor libertad económica —y en algunos casos también política—, para millones de personas en todo el mundo, y un crecimiento más vigoroso impulsado por el aumento en los niveles de ingreso, consumo, inversión e innovación. Si bien el dinámico crecimiento de muchas economías emergentes acentuó la desigualdad interna, por primera vez surgió una importante clase media en países como China e India.
Se evidenciaron, asimismo, consecuencias redistributivas en las economías avanzadas, especialmente para los trabajadores menos calificados debido al abundante crecimiento de la oferta mundial de este tipo de mano de obra. Para el 2000, China, India y los países del bloque soviético habían aportado casi 1,500 millones de trabajadores a la economía mundial, duplicando su fuerza laboral.2 Según el razonamiento de Stolper-Samuelson, el incremento mundial de la relación trabajo-capital reduciría la remuneración relativa del trabajo en las economías avanzadas, y explicaría, en parte, el letargo de la mediana de los salarios y la caída de la participación del trabajo en el pib en América del Norte, Europa occidental y Japón. El debilitamiento de los sindicatos y el traslado de la producción a países de salarios más bajos reforzarían esta dinámica.
La lógica de Stolper-Samuelson también preveía el incremento de las remuneraciones tanto de los trabajadores no calificados de los países pobres como las de la mano de obra más preparada de los países ricos, lo cual produciría una reducción de la brecha salarial en los primeros y un aumento de la desigualdad en los segundos. En los hechos, sin embargo, las diferencias salariales entre los trabajadores calificados y no calificados se ampliaron en ambos grupos de países después de los años ochenta. Tampoco se materializó la predicción de Stolper-Samuelson sobre un incremento en el empleo de trabajadores no calificados en las economías avanzadas en respuesta a la caída de su costo relativo; la presencia de los trabajadores de mayor calificación relativa creció al interior de las industrias.
Muchos economistas consideran que la evolución mundial del empleo de finales de los noventa obedeció principalmente a cambios tecnológicos, como los de la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC). Sin embargo, la expansión comercial también pudo incidir en este comportamiento, ya que las empresas exportadoras también tienden a utilizar más mano de obra calificada respecto a las que no exportan, creando un vínculo positivo entre el aumento del comercio y el de la demanda de mano de obra calificada. Otra vía probable es la relocalización, ya que el traslado de actividades poco especializadas de los países ricos a los más pobres tiende a elevar la prima del trabajo calificado en todo el mundo.3
Desde el inicio del presente siglo, la globalización —incluida la integración de China al comercio mundial— se ha acelerado. El incremento de la inversión educativa en los mercados emergentes permitió subcontratar en el exterior tareas rutinarias e incrementar las exportaciones de alta tecnología, especialmente de China. En las economías avanzadas, por su parte, los empleos de mediana calificación se están reduciendo —un fenómeno conocido como “polarización del empleo” que puede atribuirse al comercio y a la deslocalización, pero también a un componente tecnológico capaz de automatizar un mayor número de tareas rutinarias.4
Ahora hay datos suficientes para identificar de manera convincente los efectos negativos de largo plazo de las importaciones chinas y la deslocalización sobre el empleo en sectores que compiten con las importaciones, los mercados de trabajo locales y los salarios. En las economías avanzadas, la proporción de mano de obra en el sector de manufacturas se ha reducido debido a un crecimiento relativamente sólido de la productividad de ese sector. Pero en Estados Unidos esta caída fue particularmente abrupta en la primera década del siglo, en parte por el capital que enviaron las empresas al exterior con la finalidad de producir bienes en otros países y luego reexportarlos a Estados Unidos, incluso desde China.
Se ha demostrado que los trabajadores desplazados del sector manufacturero estadounidense suelen aceptar salarios sensiblemente más bajos cuando encuentran un nuevo empleo.5 El fenómeno de trabajadores desplazados que sufren desempleo o pérdidas salariales de largo plazo se presenta en una amplia gama de países, incluso en economías de mercados emergentes. Es un problema de larga data, que recientemente se ha visto exacerbado por el envejecimiento de la fuerza laboral en las economías avanzadas y las enormes alteraciones generadas por el rápido aumento de las exportaciones chinas.
Quizá no se presenten choques con la magnitud de los que en las últimas décadas configuraron la nueva dinámica mundial, sin embargo sus réplicas económicas y políticas aún se manifiestan con fuerza y sin duda lo harán por mucho tiempo. ¿Qué pueden hacer los gobiernos para contrarrestar las políticas proteccionistas, y al tiempo mismo defender y ampliar los beneficios del comercio con el exterior?
Un consejo asesor de Canadá presentó en 1989 el informe titulado Adjusting to Win (Adaptarse para ganar), en el que comparó las políticas de “red de protección” —dirigidas a brindar apoyo a los desempleados, por ejemplo, mediante seguros de desempleo— con las políticas “de trampolín”, más enfocadas a la reinserción laboral.6 Ambas estrategias son importantes, pero las últimas —que incluyen políticas activas como la capacitación o el asesoramiento laboral— favorecen una adaptación más rápida al reducir el periodo de desempleo y el consiguiente deterioro de las aptitudes y de las posibilidades de colocación profesional. Esos programas, que ya existen en muchas economías avanzadas, merecen un estudio más profundo para que todos puedan beneficiarse de las mejores prácticas.
Los programas “trampolín” son útiles, y probablemente necesarios, para todo tipo de cambios, no solo los vinculados al comercio. La intervención del Gobierno para acelerar la reinserción de los trabajadores tiene sólidos fundamentos, lo mismo cuando la pérdida del empleo se debe al comercio que cuando resulta de otros cambios en la economía. La adaptación puede facilitarse mediante la educación para crear una fuerza laboral versátil, o bien mediante inversiones en infraestructura, salud y vivienda, en reducción de obstáculos a la creación de empresas, y en el funcionamiento adecuado de los mercados financieros. Estas políticas tienen la ventaja adicional de que fomentan el crecimiento.
Las economías abiertas pueden ser más susceptibles a choques externos y, por tanto, necesitan redes de protección social más amplias. Los gobiernos pueden ofrecer seguros para cubrir parte del salario de los trabajadores desplazados hacia puestos de menor remuneración y subsidios a sus empleadores.7 Programas como los créditos impositivos sobre las rentas del trabajo deben ampliarse para reducir las brechas salariales y al mismo tiempo incentivar el trabajo. También se debe recurrir a políticas de transferencias y a impuestos más progresivos para que los beneficios económicos de la globalización lleguen a más gente.
La creciente movilidad transfronteriza del capital ha estimulado la competencia tributaria internacional, y a los gobiernos les resulta más difícil financiar programas de ajuste y redes de protección sin aumentar demasiado los impuestos sobre la mano de obra o aplicar impuestos regresivos sobre el consumo. Por tanto, se necesita coordinación internacional frente a la elusión de impuestos para evitar que la globalización beneficie desproporcionadamente al capital. Si no se contiene esta inequidad, el apoyo político al comercio seguirá debilitándose.
La profunda transformación mundial que se materializó a principios de los noventa, sumada a la persistencia del lento crecimiento tras la crisis financiera, ha excluido a muchas personas y comunidades, y en varias economías avanzadas se observa una reacción contra la apertura comercial.
Sin embargo, el comercio y las políticas comerciales no han sido los únicos factores detrás de estas transformaciones, ni probablemente sean los más importantes, como tampoco la causa de la desaceleración del crecimiento. Los cambios tecnológicos y las condiciones inherentes a cada país también han incidido en este comportamiento. El consenso político que impulsó el libre comercio durante gran parte del periodo de posguerra se disipará si no se pone en marcha un conjunto de políticas que mitiguen los riesgos de la apertura económica; garanticen la flexibilidad de los mercados laborales y una fuerza de trabajo educada y dinámica; armonicen la demanda y la oferta laborales; mejoren el funcionamiento de los mercados financieros, y ataquen frontalmente la desigualdad de los ingresos.
A diferencia del cambio tecnológico, el comercio genera la idea ilusoria de que los gobiernos pueden cerrarse al resto del mundo si esta actividad les genera inconvenientes. Sin embargo, en el siglo XXI la interdependencia no es optativa.
Consulte las notas de este artículo en la versión electrónica
_________
Maurice Obstfeld es el asesor económico y director del Departamento de Investigación en el Fondo Monetario Internacional.
* Versión resumida del artículo del mismo título aparecido originalmente en la revista Finanzas y desarrollo, publicada por el Fondo Monetario Internacional (diciembre de 2016, núm. 4, vol. 53).