REPRESIÓN E INJERENCIA EN SIRIA
Alentados por la "Primavera árabe" y sus frutos en otros países, los sirios iniciaron una legítima insurrección popular pacífica que se ha convertido en un amasijo de conflictos. ¿Quiénes han sido los principales responsables de la destrucción de este país y cuáles sus oscuros intereses?
Por: Gilberto Conde

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Siria duele con tanta muerte y desolación. Algunos habrán olvidado cómo se llegó a una situación en la que, tras poco más de tres años, alrededor de uno de cada cien habitantes ha perdido la vida y cerca de la mitad de la población —de 23 millones— se ha sentido obligada a abandonar su hogar en busca de refugio. Cuesta comprender cómo se llegó a esto, dada la compleja genealogía de la crisis. Entenderla permite comprender no únicamente sus causas y quiénes son los responsables sino, sobre todo, cómo una gran esperanza se transformó en una espiral de incomprensión, sufrimiento y muerte de la que es muy difícil salir.

Esta crisis, además, es reveladora de la situación general del Medio Oriente, donde con frecuencia se mezclan intereses económicos, políticos y geopolíticos locales, regionales y globales, así como aspiraciones culturales y sensibilidades religiosas. La historia convulsa de un siglo XX e inicios del XXI, que se ha ensañado con esa región, ha hecho explosión en Siria. Daesh, la organización que se hace llamar Estado Islámico, no es sino su expresión más reciente y visible.

En suma, podemos decir que una legítima insurrección popular pacífica se ha convertido, debido a la ceguera y las ambiciones de los poderosos de Siria y del mundo, en un amasijo de conflictos que combina una guerra revolucionaria, una guerra civil, una guerra de religiones, que ha rebasado las fronteras del país, y una serie de guerras por encargo (proxy wars).

En las siguientes páginas se intenta exponer este proceso de manera resumida1. En el primer apartado se explica que, en marzo de 2011, sectores muy importantes de la población manifestaron su hartazgo frente a un sistema político que se había anquilosado desde hacía décadas. El Partido del Renacimiento Árabe Socialista (Ba’ath) ya había dejado de representar las aspiraciones de la mayoría de la población. En el segundo, se argumenta que el Gobierno dirigido por este partido y por la familia del presidente Bashar al-Asad —que en 2000 heredó el puesto de su padre, Hafiz, quien lo tomara por la fuerza en 1971— respondió a las movilizaciones con una represión que se tornó cada vez más brutal. La cúpula temió perder las riendas del poder y optó por forzar a las movilizaciones pacíficas a devenir violentas y traicionar sus propios ideales, con lo que intentaban salvar su posición "dirigente", aunque por esa vía hicieran añicos al país, dilapidando décadas de esfuerzos.

Los primeros manifestantes pedían la liberación de quince jóvenes, pero a los pocos días empezaron a exigir alto a la represión, liberación de los presos políticos, freno a la corrupción y fin al desempleo

En el tercer apartado se detalla cómo ciertas potencias mundiales y regionales optaron por aprovechar la situación para debilitar al régimen baathista o incluso deshacerse de él. Facilitaron, entre otras cosas, la llegada de cientos y después miles de combatientes de toda Eurasia, África y Norteamérica con ideologías distintas a las que habían movilizado originalmente a los sirios. Otras potencias mundiales y regionales decidieron apoyar al Estado sirio con todo lo que tenían.

La insurrección popular pacífica y sus causas

Los sirios se rebelaron en 2011 en el contexto de las revueltas populares conocidas por la prensa internacional como "Primavera árabe". Antes de las grandes manifestaciones, las autoridades parecían muy seguras. El presidente Asad había llegado a declarar que en su país no habría insurrección popular como en los territorios vecinos porque su Gobierno sintonizaba con el sentir del pueblo.

Después del 15 de marzo, sin embargo, las protestas de los habitantes de Dera’a, una pequeña ciudad de la frontera sur, se hicieron masivas. La represión gubernamental se fue acelerando precipitadamente y, con ella, la ira popular. Esto marcaría el tono de los acontecimientos subsecuentes: una espiral continua de represión violenta, seguida de una creciente resistencia. Una vez que las fuerzas de seguridad tomaron el control de aquella ciudad, las manifestaciones continuas se siguieron en Homs y otras ciudades del centro, norte, poniente y oriente del país, lo que se convertiría en una auténtica insurrección.

Los reclamos escalaron rápidamente. Los primeros manifestantes pedían la liberación de quince jóvenes, pero a los pocos días empezaron a exigir alto a la represión, liberación de los presos políticos, freno a la corrupción y fin al desempleo.

Aunque el argumento de una conspiración internacional podía tener elementos de verdad, es innegable que si no hubieran existido condiciones internas favorables a la rebelión, ningún complot habría tenido éxito en desestabilizar al poder

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Los planteamientos delataban una sensación de asfixia en los ámbitos político, étnico-religioso y económico. La cuestión de la pertenencia sectaria y étnica también ha caldeado los ánimos. Siria, como otros países de la región, se caracteriza por su riqueza cultural. Aunque la mayoría es musulmana suní, existen numerosas variantes religiosas islámicas y cristianas, además de una pequeña comunidad judía. En términos de etnicidad, la mayoría de la población es árabe, pero hay otros grupos importantes, principalmente los curdos.

El estallido de las protestas delató la existencia de una sensación, entre amplios sectores, de que el Estado trataba con favoritismo a los alauíes —integrantes de una minoría islámica, derivada de una variante del chiismo entre los que se cuenta la familia de Bashar al-Asad. Es verdad que muchos de los integrantes de las cúpulas de los aparatos de seguridad son alauíes estrechamente ligados a los Asad.

En cuanto al tema étnico, la percepción de agravio de los curdos también generaba animadversiones hacia el Gobierno. La Constitución siria define al país como árabe. Muchos curdos vieron la rebelión con esperanza, pero gran parte de la oposición se formó en el discurso nacionalista y no acogió sus demandas.

A pesar de la importancia de estos temas, el económico y el político eran fundamentales. El discurso socialista había contribuido a establecer mecanismos importantes de estado de bienestar. A partir de 2004, la administración de Asad abrió rápidamente el país a las políticas económicas neoliberales. Aunque aparecieron nuevas actividades que dieron lugar a grupos antes inexistentes de la burguesía y de las capas medias, las circunstancias empeoraron para muchos, incluso los que antes se consideraban aventajados por el régimen.

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Aparte de la represión, el presidente Asad respondió presentando las manifestaciones como ampliamente ilegítimas, a pesar de que reconocía la autenticidad de algunas demandas. Denunció que las manifestaciones eran producto de una conspiración internacional. Se trata, sin duda, de un recurso clásico de regímenes que ven seriamente disminuida su autoridad social. Aunque el argumento podía tener elementos de verdad, es innegable que si no hubieran existido condiciones internas favorables a la rebelión, ningún complot habría tenido éxito en desestabilizar al poder.

La represión gubernamental y sus efectos

La estrategia estatal se centró en mermar la legitimidad de la insurrección y recuperar tantas lealtades como fuera posible mediante la aplicación generalizada de la política del miedo. Las consecuencias de esta estrategia fueron funestas. La primera tarea de los aparatos de seguridad consistió en romper las pautas cardinales de las movilizaciones, en especial los "tres no" de la Revolución siria, particularmente problemáticas para el régimen porque daban un gran prestigio a la rebelión y negaban la veracidad del discurso oficial.

El primer "no" era el no a la violencia. Fuera de las marchas, los activistas más prominentes y, en particular, los más pacifistas eran detenidos, torturados y asesinados. Después de algunos meses de esta dinámica, los opositores empezaron a cansarse de no ver resultados, aparte de la muerte y el encarcelamiento de los más pacifistas y activos. Esto contribuyó tremendamente a la militarización de la rebelión, que, al ocurrir, fue utilizada por el Gobierno como "demostración" de que los opositores eran violentos.

Sin rebelión armada y apoyo del exterior resultaba imposible derrocar al régimen que asesinaba a los manifestantes indefensos, pero con la militarización la legitimidad del movimiento se veía mermada

 El segundo era el no al sectarismo religioso. A pesar de los resentimientos entre muchos por la supuesta supremacía de los alauíes, en las marchas la población gritaba que el pueblo sirio era uno. Numerosos alauíes, así como miembros de otros grupos religiosos minoritarios, participaban activamente en la oposición. Las fuerzas de seguridad y los paramilitares atacaban con especial saña las zonas densamente pobladas por musulmanes suníes en las que la oposición tenía fuerza. Este patrón llevó a que grupos crecientes de suníes empezaran a identificarse como tales, más que como sirios, independientemente de la profesión de fe. Esto, a su vez, lo utilizaron las autoridades para atemorizar a los miembros de las comunidades minoritarias, con el argumento de que serían masacrados si caía el régimen.

El tercero era el no a la intervención extranjera. Durante meses, los militantes de la oposición pacífica dentro del país se rehusaron a recibir apoyo económico o incluso político de cualquier Gobierno. Se oponían particularmente a cualquier tipo de intervención militar de Estados Unidos o de sus aliados en la región. Con la frustración ante lo ineficaz de la movilización pacífica y frente a la violencia de la represión, fue creciendo la disposición a recibir soporte de quien fuera. Las autoridades utilizaron las nuevas tendencias para acusar a los que protestaban de ser instrumentos de la conspiración internacional.

La revolución se empezó a militarizar con la formación del Ejército Libre Sirio (ELS), nutrido de desertores del ejército oficial durante el verano de 2011 y basado físicamente en Turquía. La insurrección popular pacífica se volvió una revolución armada y, cada vez más, una guerra civil.

Se cerraba así un círculo vicioso. Sin rebelión armada y apoyo del exterior, resultaba imposible derrocar al régimen que asesinaba a los manifestantes indefensos. Con la proclividad creciente de la Revolución siria a la militarización y a la cooperación con otros Estados, su legitimidad se veía mermada. Al mismo tiempo, el sistema se cerraba aún más y justificaba su violencia.

La injerencia extranjera en contra de Asad y, al menos nominalmente, a favor de la insurrección ha tenido muchas aristas. Sus objetivos, además de oscuros, han variado con el tiempo

Los efectos de la geopolítica

©iStockphoto.com/©jcarilletLa geopolítica de las potencias grandes y medianas hacia la región tuvo un efecto enorme en el panorama político y militar. Muy rápido, el mundo se dividió, en torno de Siria, en dos grandes bloques. Por un lado, Estados Unidos, la Unión Europea, Turquía, Arabia Saudí, Qatar y otros países del Consejo de Cooperación del Golfo expresaron que sostendrían a los manifestantes. Por el otro, las administraciones de varios países —Rusia, China e Irán—, hicieron público su espaldarazo al Estado, al igual que grupos no estatales como Hezbollah. Venezuela y algunos aliados suyos dieron su aval a Asad, lo que contribuyó a dividir e inmovilizar a la izquierda internacional respecto de Siria.

La injerencia extranjera en contra de Asad y, al menos nominalmente, a favor de la insurrección ha tenido muchas aristas. Sus objetivos, además de oscuros, han variado con el tiempo. Asad y sus allegados tomaron muy en serio la animadversión foránea. La oposición trató de aprovechar la asistencia, aunque les quedaba claro que los Gobiernos los auxiliaban para apuntalar sus propios intereses, no tanto los del pueblo sirio.

Es posible imaginar que muchos sirios se atrevieron a manifestarse en parte por la esperanza de la colaboración del exterior. Las promesas se materializaron, pero no en grado suficiente para subvertir el poder. Esto lo podía prever un analista desapasionado, pero no así quienes se encontraban en medio de la vorágine de la revuelta y el conflicto.

El verdadero alcance de la ayuda externa se hizo manifiesto a finales de febrero de 2012, durante la reunión de los "Amigos de Siria". Ahí, los representantes de Estados Unidos explicaron que solo apoyarían a los rebeldes con equipo de comunicación y entrenamiento no letal. Por el contrario, algunos líderes europeos, los árabes del Golfo y los turcos ofrecieron todo tipo de esfuerzos con el propósito de derrocar a Asad y al Ba’ath. Esta decisión se vería reforzada por la contribución financiera de cierto número de magnates del Golfo.

Así como la guerra en Siria se agravaba durante 2012, se recrudecía un asunto que se había mantenido latente durante el año anterior: el conflicto religioso. Varios elementos se conjugaron para desatarlo: los ataques oficiales y paramilitares que se concentraban en comunidades suníes, la llegada de combatientes con una visión confesional suní de otros países a hacerle la guerra a un régimen que consideran chiita, el financiamiento de emires del Golfo a grupos que adoptaran una visión suní afín a la wahabí y contraria al supuesto chiismo de la administración y la idea de que el Estado iraní y Hezbollah —ambos conocidos por estar constituidos por chiitas— peleaban del lado del Gobierno.

Los combatientes internacionales empezaron a llegar desde la segunda mitad de 2011. Muchos estaban ligados a grupos islamistas radicales y algunos directamente a Al-Qaeda. Por supuesto, entre estos se encontraba Daesh. Llegaron a crear y fortalecer grupos de tendencia islamista radical y contaban con subvenciones millonarias. Naturalmente, estos grupos se convirtieron en las milicias más eficaces —y atractivas— en el terreno, pero no obedecían otro mando que el de sus líderes y de sus patrocinadores. Esto tuvo un papel importante en que se frustrara la posibilidad de establecer un mando centralizado y eficaz de las fuerzas opositoras.

Preocupados por posibles amenazas a sus propios intereses, los gobernantes de Rusia y China decidieron impedir que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas diera su visto bueno a una intervención internacional. Es imaginable que estuvieran convencidos de que permitir que Siria cayera en el área de influencia de Estados Unidos era la antesala a un control absoluto del Medio Oriente por la superpotencia, algo muy grave desde su punto de vista. Para la administración estadounidense, sin embargo, la actitud de sus contrapartes rusa y china venía bien, porque en el fondo era muy reticente a facilitar un cambio radical.

Para Irán y la organización de la resistencia armada libanesa, Hezbollah —los actores regionales que apoyaron a Asad—, un cambio en Damasco podía tener graves consecuencias en el vecindario medioriental. 

©iStockphoto.com/©Zeffss1El ingreso directo de Hezbollah al conflicto  en 2013 permitió invertir la correlación militar de fuerzas. Antes, los diversos grupos de la oposición se encontraban a la ofensiva.

Un punto de gravedad que se debe resaltar es que, para mediados de 2013, la guerra en Siria tenía visos de una guerra por encargo entre contendientes que aprovechaban el conflicto para hacer daño a otros sin confrontarse directamente. Estados Unidos aprovechaba el conflicto para desprestigiar a Rusia e Irán y debilitar al régimen sirio. Arabia Saudí, Qatar, otras potencias del Golfo, Turquía y numerosos ciudadanos suyos utilizaban a los grupos armados contra Irán y, de ser posible, para derrocar al Ba’ath. Israel se aprovechaba del conflicto para debilitar a Siria, pero sin permitir que se formara un nuevo Estado fuerte que se convirtiera en su adversario. También le era útil para atar de manos a Irán y Hezbollah. No le venía mal que la dirección de Hamás en el exilio tuviera que salir de Siria para buscar refugio en Qatar, alejándose físicamente de sus fronteras. Rusia aprovechaba el conflicto para mermar la imagen de Estados Unidos. Irán buscaba mantener cierta influencia regional pero, sobre todo, evitar que cayera el Gobierno de Asad, uno de sus pocos aliados en la región.

A finales del verano, la crisis desatada por los ataques con armas químicas al sur de Damasco marcó un cambio estratégico de la administración estadounidense ante Siria, que se iría revelando lentamente.

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Washington amenazó con intervenir militarmente, lo que se evitó con su aceptación de la propuesta rusa de destruir los arsenales sirios de armas químicas. A partir de entonces, la administración de Obama ha ido cambiando su política hasta optar por realizar una guerra ya no contra Bashar al-Asad, sino contra todo un sector de los opositores a este. En 2014, la Casa Blanca determinó lanzar una ofensiva de gran escala y largo plazo contra Daesh y contra Yabhat al-Nusra —ligada, esta, a Al-Qaeda—, las dos organizaciones más eficaces en el combate contra las fuerzas del régimen.

Palabras finales

La protesta social es inevitable en un mundo en el que las contradicciones están insertas en todos los aspectos de la vida. Lo es más en una época, como la actual, en la que las élites han optado por abandonar las atenuantes que en el pasado hacían las discordancias más llevaderas. Hace no tanto tiempo, el partido Ba’ath era muy exitoso en combinar una cierta dosis de concesiones económicas y sociales con represión para mantener algún grado de paz social. Ahora, cuando se generalizaron las protestas, Asad y sus allegados de inmediato gritaron "¡Conspiración!". No se habían enterado de que los principales conspiradores fueron ellos mismos cuando optaron por deshacerse de los mecanismos de protección económica y social.

Al régimen le funcionó la técnica de la represión violenta, pero el costo fue la destrucción literal del país y de su tejido social

Lo demás está a la vista. Los sirios salieron a protestar cuando vieron que sus vecinos tenían éxito en derrocar presidentes por medio de manifestaciones pacíficas. Tomaron más valor en el momento en que atestiguaron que los países ricos de la región se unían a los más poderosos del planeta para castigar al líder libio cuando amenazó con diezmar al pueblo. No imaginaron que, cuando ellos se levantaran, terminarían abandonados a su suerte.

Sintiéndose perdido, el régimen recurrió al único recurso que a su entender le quedaba: la represión con violencia extrema. Los manifestantes se vieron rápidamente sin opciones, por lo que bastó que se organizaran unos pocos desertores con apoyo económico y logístico de fuera para que lanzaran la lucha armada contra un Gobierno considerado ilegítimo.

Lo que ha vivido Siria de 2011 a finales de 2014, cuando se redactaban estas líneas, ha sido una compleja amalgama de conflictos. Inició como una insurrección popular pacífica que fue reprimida violentamente. Con la desesperación resultante y el soporte del exterior se convirtió en una revolución armada que poco se distinguía de una guerra civil. Llegaron miles de combatientes extranjeros. Muchos en la oposición los veían como hermanos solidarios que se acercaban a reforzar su lucha. Sin embargo, arribaron con su propia agenda y con la de los potentados que los financiaron. Contribuyeron a agregar el ingrediente de la guerra sectaria. A este embrollo hay que sumar el de una serie de guerras por encargo de múltiples poderes foráneos.

Al régimen le funcionó la técnica de la represión violenta, pero el costo fue la destrucción literal del país y de su tejido social, y la invitación a ayudar en ello a numerosas fuerzas con intereses ajenos. Es posible que Asad y el Ba’ath se mantengan donde están, quizás incluso con apoyo estadounidense. Siria, mientras tanto, yace destruida.